Artículos publicados en diversos medios integran Alfabeto , que lanzará Anagrama en los próximos días; el capítulo que reproducimos aquí fue escrito especialmente por Claudio Magris, a manera de prólogo de su nuevo libro
Foto Sebastián Dufour
Por Claudio Magris
Para los griegos, el mundo estaba rodeado y limitado por un río, Océano; para mí, el río que circunda la Tierra es el Ganges, con cuyo anchuroso fluir comienzan Los misterios de la jungla negra de Salgari, el primer libro que leí y, por tanto, destinado a quedar para siempre en cierto sentido como el Libro , el encuentro con la palabra que contiene y a la vez inventa la realidad. Para ser sincero, comencé a leer la segunda parte, cuando Tremal Naik, obligado a seguir a los Thugs con el fin de liberar a su querida Ada, finge ponerse del lado de los ingleses con el nombre de Saranguy. Acababa de cumplir seis años y empezaba a leer; poco a poco, mi tía Maria me había leído la primera parte, cuando yo aún no sabía descifrar el alfabeto.
Así pues, aprendí a leer con Salgari y, además, las hazañas de Kammamuri y del tigre Dharma quedaron ligadas a la voz que me las contaba, arrastrado por la historia e indiferente al autor, más aún, ajeno en aquel tiempo a qué era un autor o a que una historia lo necesitara, convencido de que las historias se narraban solas y de que los hombres, escritores o no, no tenían más trabajo que repetirlas y transmitirlas. Desde entonces, en cierta manera, siempre he pensado que la literatura, en su esencia, es un relato oral y anónimo; que sería mejor si los autores no existieran o si, al menos, no se identificaran, si estuvieran siempre muertos, como le dijo una vez una niña de Grado a Biagio Marin, u obligados al incógnito y a la clandestinidad.
De la fantasía adolescente e improbable de Salgari aprendí el amor por la realidad, el sentido de la unidad de la vida y la familiaridad con los distintos pueblos, culturas, usos y costumbres, diversos pero vividos como diferentes manifestaciones de lo universal-humano, aprendí también que los escritores muestran el mundo más allá de sus convicciones, porque de Salgari no recibí el ardor guerrero, que tan querido lo hizo en el ventenio fascista, sino un sentido de fraterna igualdad de todos los pueblos de la Tierra, así como más tarde Kipling haría que, además del misterio y de la épica, amara más los elefantes y los templos hinduistas que la corona de la reina Victoria.
Tal vez Salgari, con sus hipérboles, que ya entonces nos hacían sonreír, y sus zafiros grandes como avellanas, nos enseñara a mis amigos y a mí que se puede sonreír y reír de lo que se ama, pero sin la burla altanera que destruye el amor, sino con esa risueña y afectuosa participación que lo intensifica. Como Karl May, su equivalente alemán, revelaba a Ernst Bloch, Salgari nos mostraba que la aventura del espíritu es el viaje del individuo que parte, encuentra lo diferente, al extranjero, y se convierte en sí mismo en este encuentro que le hace el mundo más familiar. Por este camino seguirían muchas otras lecturas, Dumas, London, Stevenson.
Pronto hubo muchos libros junto a Salgari, verdaderos "libros de lectura" cuyo catálogo es mi carnet de identidad. Los libros de perros de mi padre, apasionado cinólogo, que yo leía y resumía; una enciclopedia -creo que era la Labor- de la que copiaba, no sé por qué, la lista de los tratados de paz firmados entre Francia y España a lo largo de varios siglos, árida y fascinante secuencia de puros nombres: tratado de Oviedo, de Pamplona, de Perpiñán... Creo que en aquel copiar se reveló mi pasión compilatoria, el deseo de ordenar y clasificar la realidad que más tarde me impulsaría a estudiar a los Musil y los Svevo, esa gran literatura que trata de catalogar la vida y muestra cómo ésta escapa a las redes de cualquier clasificación y hace relampaguear su sentido anárquico e insondable ante quien pretende reducirla al orden.
Algunos años más tarde, pasaba horas en la trastienda de una librería de Trieste cuyo propietario no se quitaba la boina de la cabeza, rebuscando entre los libros publicados incluso cuarenta o cincuenta años atrás, en especial textos de aquella "Biblioteca dei popoli" que en 1911 había entusiasmado [al escritor triestino Scipio] Slataper: el Mahabharata y el Ramayana sánscritos, el Kalevala finlandés, la Edda, el Cantar de los nibelungos, las sagas noruegas, los grandes poemas épicos que narran la creación del mundo, la lucha entre el bien y el mal y los valores de una civilización... Herder, el gran ilustrado amigo y rival de Goethe y a menudo tan calumniado, me enseñaba a ver en la literatura, sobre todo en las grandes epopeyas nacionales, la historiografía de la humanidad, en la que cada nación, como cada hoja en un árbol, constituye un momento significativo.
Comenzaba a entender que, para escuchar las voces de aquel espíritu sobre las aguas, era necesaria la más rigurosa y exacta filología, de la que encontraba -en las traducciones, en las notas, en los comentarios- ejemplos gloriosos. Había mucho de aficionado en aquellas lecturas hechas sin conocer el texto original, pero había conciencia de esa condición de aficionado que es la premisa para distinguir la ciencia de su divulgación honesta y de su vulgarización falseadora. Desde entonces aprendí a leer la Crítica de la razón pura o un resumen escolar bien hecho que no pretende sustituir a Kant, y a no leer esos presuntuosos volúmenes que -más complicados que Kant y menos rigurosos que un resumen claro- ilusionan al lector con la esperanza de aprender algo esencial recogido en cien páginas, evitando la fatiga y olvidando la humildad de quien sabe que sabe poco.
Aquellos textos me daban el sentido de la historia y del valor que la trasciende, sumergiéndose y existiendo en ella, superando el tiempo pero viviendo en el tiempo, como el Verbo que se hace carne. Tendría que hablar, llegado este punto, de los libros que han dejado una marca absoluta, que se han convertido en el propio modo de sentir el mundo y la relación entre la vida y la verdad, que a veces se corresponden como las dos caras de una moneda y a veces parecen contraponerse: la Ilíada y la Odisea -el libro de libros, en el que ya está todo, las sirenas pero también esos personajes de Svevo que eluden indirectamente su ineptitud para escucharlas y afrontar su canto-, los trágicos griegos, Shakespeare, que desvela el fondo extremo, los discursos de Buda y las parábolas de Zhuangzi; sobre todos, el Antiguo y el Nuevo Testamento, tras los cuales ya no se teme a ningún príncipe de este mundo y se comprende que la piedra más vil, esa despreciada por los constructores, es la verdadera piedra regia.
Pero libros como éstos no pueden sólo nombrarse; más aún, sólo proferir su nombre parece ya una falta de discreción. Casi puede decirse lo mismo de los poetas, poetas que he leído mucho y sobre los que jamás he escrito; de Lucrecio y de Leopardi, de Dante y de ese Dante moderno que es Baudelaire con sus círculos del mal que recorre abandonándose a la vida y, al mismo tiempo, instaurando un juicio sobre la vida; de las líricas griegas y chinas, de algún Lied de Goethe o de Eichendorff, de algunas ásperas baladas de Brecht o de algunas epifanías de gracia de Saba, de un spiritual o de un blues. Ha habido una entonación fundamental que he recibido de los grandes escritores épicos, sobre todo de Tolstói, mucho de Tolstói, y también de Melville, Guimarães Rosa, Faulkner, Sabato, Nievo, para los que la existencia, aun con sus laceraciones, tiene un sentido, una unidad.
Pero otros, también amados -Ibsen y Kafka en primer lugar-, me han revelado lo contrario, la insuficiencia o la irrealidad de la vida, la dificultad y la innaturalidad o la imposibilidad de vivir, la odisea del individuo que no vuelve a casa sino que se pierde y se disgrega, experimentando la insensatez del mundo y la intolerabilidad de la existencia.
Ulises se convertía en el de Pascoli, que ya no encontraba su odisea. Y así, a Pierre Bezuchov, grande, fuerte y bueno, se contraponían el hombre del subsuelo de Dostoievski o el héroe de Kafka transformado en insecto inmundo, los personajes de la negación absoluta, el escribiente Bartleby de Melville, que sólo puede decir que no, o el Wakefield de Hawthorne, que experimenta el vacío y la indiferencia de todo; y otras voces, todavía más desesperadas y rechazadas, que hablan del dolor, del desgarro y la apatía, de un sufrimiento tan profundo y monstruoso que se muestra sin remedio ni liberación, no redimido por una síntesis o visión superior.
Quizá por esto me ocupé después de esos grandes escritores que vivieron intensamente el malestar de la existencia y del hacerse, casi con culpable y autolesiva expiación, cómplices torvos y aberrantes como Louis-Ferdinand Céline o Knut Hamsun.
En la literatura existen muchas habitaciones y no se necesita elegir ideológicamente entre voces contrastantes; se puede -se debe- creer a la vez en la fe de Tolstói y en la inercia de Oblómov; los grandísimos escritores son aquellos cuya perspectiva abarca trescientos sesenta grados. A veces me pregunto de qué lado estoy, si mi historia es la contada por Guerra y paz, por la Metamorfosis de Kafka o por el Auto de fe de Canetti. Tal vez mi odisea literaria es la que cuenta mi viaje a la nada y el regreso; tal vez por eso los escritores que más me han enseñado son los que dan voz imparcial a las más diversas cuerdas y a las más antitéticas pasiones, a la fe y a la nada, como Singer, sin el que yo sería diferente de lo que soy.
Ésa es la razón, sin duda, de que haya leído y amado tanto a los grandes cómicos y humoristas, a Dickens y a Goldoni y, por encima de todos, a Cervantes y a Sterne, cuya risa, cuya sonrisa y cuya ironía nacen del desencanto y de la conciencia de la tragedia y llegan, a través y gracias a la desilusión, a la fraternidad y al amor. Dostoievski decía con razón que el Quijote bastaría para justificar a la humanidad. También el furor y la feroz sátira de Gadda -el escritor italiano del siglo XX que más me ha interesado, después de Svevo- permiten amar la humildad y el esfuerzo de vivir.
Desencanto y desilusión no niegan, sino que filtran como un tamiz las mentiras gelatinosas, la retórica sentimental, la papilla del corazón con la que tan complacientemente se engañan los otros y se engaña uno a sí mismo: quizá éste sea un signo común a los libros que, desenmascarando el vacío sobre el que apoya la realidad y los oropeles con los que se quiere velarlo, ayudan a mirar sin miedo en ese vacío y también a darse cuenta del amor que existe pese a aquella vorágine.
Libros así han sido para mí El hombre sin atributos de Musil y Las amistades peligrosas de Laclos y sobre todo La educación sentimental de Flaubert, ese libro sobre la insignificancia que es también el fluir de la vida. Y La conciencia de Zeno de Svevo, odisea moderna por excelencia, irónico, huidizo e insondable confrontación con la nada.
Debería hablar también de los ensayos que, como los del joven Lukács, me explicaban la totalidad fragmentada del mundo; el de Michelstaedter, que muestra el nihilismo de una vida que anula el presente perdiéndose en la actividad incesante y lanzándose enloquecidamente al futuro; o de los de Max Weber, que enseñan la lucidez moral de distinguir entre lo que se puede demostrar y lo que se puede mostrar, entre lo que es objeto de ciencia y lo que es objeto de fe.
Tal vez si todos hubiesen leído y asimilado las páginas de Weber sobre ciencia, política y profesión, se habrían cometido menos prevaricaciones, con aterradora y torpe buena fe, sin ser conscientes de ello.
Pero tendría que hablar no sólo de libros, sino también de fragmentos, inscripciones fúnebres o pintadas de taberna, de jirones de escritura que, como decía Kafka, me han golpeado como un puñetazo. Un personaje de Borges que pinta paisajes se da cuenta al final de que ha pintado su propio rostro y así le sucede a quien habla de libros. Pero el todo, ya se sabe, no es la suma de las partes y el retrato completo, también en este caso, es inferior con mucho a los rasgos particulares.
Otro gran hallazgo ha sido la autobiografía de Alce Negro, el indio sioux. Es una autobiografía escrita por alguien que vive realmente arraigado en la totalidad de la vida, que mira la vida desde lo alto de una colina, que piensa -y dice- que vivir es amar todas las cosas verdes. Pero en este libro el narrador habla también de un personaje, Caballo Loco, el famoso indio asesinado por los soldados americanos después de haberse rendido, que se pasea durante la noche en el campamento indio y se comprende que es un hombre inquieto, un hombre fuera de su sitio, ajeno al sentido armonioso de la vida de Alce Negro.
No sé si Alce Negro, aunque lo retrata admirablemente, era capaz de entender a Caballo Loco o si Caballo Loco podía comprender fácilmente a Alce Negro. Creo que quizá fuera más probable que Caballo Loco, el Hamlet caído por error entre los pieles rojas, como Saúl en el Antiguo Testamento, podía comprender a Alce Negro, su hermano de tribu y su autor-creador más que al revés. Pero no lo sé con certeza.
Una vez en China, una estudiante de la Universidad de Xi´an me preguntó qué se pierde escribiendo. Ardua pregunta kafkiana. ¿Y leyendo? Una vez Borges dijo que dejaba a los demás la gloria de los libros que había escrito y que su gloria, en cambio, eran los libros que había leído.
Traducción: Pilar González Rodríguez
adn Magris
Trieste, 1939
• Es hijo de un empleado y una maestra primaria. Se graduó en Letras en 1962, en la Universidad de Turín.
• Es profesor de literatura germánica, su especialidad. Su primer libro, publicado en 1963, trata sobre ese tema: El mito de los Habsburgo en la literatura austríaca moderna.
• Estuvo casado con la escritora Marisa Madieri, de quien enviudó en 1996. Fue senador de 1994 a 1996.
• En sus textos suele combinar magistralmente lo ensayístico con lo narrativo.
• Sus principales obras son: El Danubio (1986), Otro mar (1991) Microcosmos (1997) y A ciegas (2005).
• En 1997 obtuvo el premio Strega, el máximo galardón de la letras italianas.
Viernes 15 de octubre de 2010 | Publicado en edición impresa de LA NACION en ADN
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