
ACADEMICUS
UN PUENTE ENTRE EL MUNDO ACADÉMICO Y UNIVERSITARIO Y LA SOCIEDAD.
lunes, 21 de octubre de 2013
domingo, 20 de octubre de 2013
FIN DE JORNADA por Alejandro A. Domínguez Benavides
"Los mayores debemos pedirles disculpas a los chicos por no haberles enseñado a divertirse".
Con estas palabras, el entonces Arzobispo de Buenos Aires Cardenal Jorge Mario Bergoglio concluía su reflexión el 27 de octubre de 2007. Recuerdo que era en un día de sol radiante, unos mil padres y madres de colegios parroquiales, congregacionales, laicos y estatales de la ciudad de Buenos Aires seguramente dejaron sus actividades deportivas o recreativas para reunirse en el salón de actos del Colegio La Salle. El encuentro lo había organizado la Vicaría Episcopal de Educación. Tengo la grabación de estas palabras, pero no sé dónde, ya aparecerá el casete, gracias a mis “libretitas” de apuntes que siempre me acompañan tengo párrafos textuales del padre Jorge y de otras personas que releo de tanto en tanto y hoy ante el asombro de lo cotidiano vinieron a mi memoria estas palabras.
Me gusta ir a la panadería a la mañana los domingos generalmente la soledad de las calles alejadas del ajetreo diario me ilusionan de que vivo en otra ciudad pero claro hoy era un día de “fiesta”. No sé por qué a mis vecinos se les ocurre comprar masas el día de la madre pero bueno, paciencia, fue mi natural razonamiento cuando llegué tenía doce potenciales compradores de dulces.
Hoy es un día de “fiesta”. El local estaba envuelto en un clima de histeria más cerca de la Bolsa de Wall Street que de la bolsa de pan. Es domingo. Todos apurados, molestos, impacientes muchas supuestas madres homenajeadas con caras de suegras miraban el reloj, celular última generación en mano, azuzaban a las pobres vendedoras que a las diez de la mañana tenían una cara de cansancio como si hubiesen sido las once de la noche después de un largo velorio.
Yo observaba y vinieron a mi memoria esas palabras que nos dijo aquella lejana e inolvidable tarde de octubre el padre Jorge, hoy Papa Francisco. "La fiesta reúne, la diversión disgrega; cuantas veces en la diversión no estoy ni conmigo mismo; en la fiesta soy yo, en la diversión me fabrico un yo; la
fiesta celebra la vida, la diversión es la huida de la vida".
Contemplaba con pena a toda esa gente que me rodeaba. Cuando fui a pagar la cajera me dijo como me molesta la gente que no sabe esperar. A mí también le conteste.
Y las ideas me dieron vuelta todo el día hasta ahora; la fiesta reúne, en la fiesta soy yo, se celebra la vida. Cuando faltan estos tres elementos se acabó la fiesta. Muchos de esos vecinos a lo mejor se “divirtieron” ¿pero festejaron?
La fiesta no es meramente un día en el que no se trabaja,-afirma Joseph Pieper en Una teoría de la fiesta- sino que en la fiesta se accede a algo diverso de lo cotidiano. Y es en los actos religiosos donde lo encontramos, porque es allí, ante la majestad de Dios donde se percibe lo nuevo, lo distinto.
Recuerda el autor que Santo Tomás de Aquino califica de injusta la burla que hace Séneca del sábado judío, “tan lleno de futilidades”, ya que tal tiempo no se pierde, “cuando se realiza el sábado aquello para lo que está instituido: la contemplación de las cosas divinas”. No es la fiesta sólo un día sin trabajo, una pausa neutral, es una pérdida de ganancia útil. En un mundo configurado al servicio de lo útil, no puede haber espacio de tiempo no útil, “como tampoco puede darse un trozo de terreno sin aprovechamiento”. Aquí está uno de los aspectos fundamentales de la fiesta: la fiesta es esencialmente una manifestación de la riqueza, no precisamente de dinero, sino de riqueza existencial.
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Mezclado, no agitado por Arturo Pérez Reverté en Revista LA NACIÓN.
En octubre de 1964, cuando yo estaba a punto de cumplir trece años, un hermano marista al que apodábamos Dumbo me sorprendió en un pasillo leyendo Goldfinger. El delito era doble: no estaba dentro del aula, y esa novela era para adultos. Eso dio lugar a que mi padre fuera convocado para notificarle que el libro quedaba confiscado y que yo había cometido una doble falta: ausentarme de clase y leer novelas inadecuadas. Pero mi padre estuvo a la altura de las circunstancias. Con mucha calma le dijo a Dumbo que yo asumiría el castigo que el reglamento del colegio estableciese; pero que dos cosas debían quedar claras. Una, que la novela era suya y se la llevaba. Otra, que era él quien decidía sobre lo adecuado en las lecturas de su hijo; y que yo también leyera novelas de James Bond le parecía adecuadísimo, pues eran muy entretenidas, estaban bien escritas y estimulaban la imaginación. Así que, en cuanto regresáramos a casa y yo hiciera los deberes, me devolvería el libro para que acabase de leerlo. Y así fue como ocurrió.
Tengo ese mismo ejemplar a la vista mientras tecleo estas líneas. Esa primera edición de Goldfinger y otra de Operación Trueno del año 66 son las dos únicas novelas de la serie escrita por Ian Fleming que, procedentes de la biblioteca de mi padre, conservo todavía. Las otras murieron por el camino, deshechas de ser leídas y releídas, prestadas a amigos que nunca las devolvieron u olvidadas en cualquier sitio, como suele ocurrir con esa clase de libros en formato de bolsillo, editados en un papel que amarillea y resiste mal el paso del tiempo. Hace unos años, deseando tenerlas de nuevo, compré las catorce novelas de la serie, en edición moderna, y releí algunos títulos disfrutándolos mucho; confirmando por qué a mi padre, que sobre todo era lector de literatura e historia navales, le gustaban las novelas de Ian Fleming tanto como las de otro autor policíaco y de espionaje que también conocí a través de él: Eric Ambler, el autor de La máscara de Dimitrios -extraordinaria película, por cierto- cuyas novelas también procuro recuperar en librerías de viejo y reediciones modernas -con Agatha Christie y otros autores de novela negra ya lo conseguí hace tiempo-, en un intento por reconstruir en lo posible esa parte amena y pintoresca, más caduca, ligera y de difícil conservación, de la biblioteca paterna.
Hoy les cuento eso porque este año se cumplen sesenta desde que Ian Fleming escribió su primera novela sobre James Bond, y no quiero que pase la fecha sin dedicarle un guiño de homenaje. En mi temprana juventud lectora pasé estupendos ratos leyendo sus novelas -incluso antes de tener edad para ver en el cine las películas rodadas sobre éstas-, y malvados como Auric Goldfinger, Emilio Largo o Le Chiffre ocuparon mi imaginación con la misma intensidad que Rupert de Hentzau, Rochefort o Javert; nunca hubo una secretaria eficaz que no me recordase a miss Moneypenny, ni bebí un martini -mezclado, no agitado es una incorrecta traducción de shaken, not stirred- sin recordar al agente 007. Por supuesto, he visto las veintidós películas hechas sobre el personaje, incluidas las mediocres interpretaciones de George Lazenby, Timothy Dalton y Pierce Brosnan, la guasona y divertida encarnación de Roger Moore, y la contundente, casi perfecta, asunción del personaje por el pétreo Daniel Craig. Sin embargo, cada cual es hijo de su tiempo, sus lecturas y su cine. O su tele. Así que comprendan ustedes que, en mi imaginación, James Bond tenga los rasgos indelebles de Sean Connery, del mismo modo que las palabras chica Bond irán siempre unidas, en mi memoria pavloviana, a la espléndida y húmeda imagen de Ursula Andress saliendo del mar con bikini blanco y cuchillo al cinto en 007 contra el doctor No.
Y oigan. Me importa un pimiento frito que estudios de perspectiva diversa, incluido feminismo radical, etiqueten a James Bond como sexista, esnob, asesino, sádico y vulgar. La literatura, buena, mediocre o mala, profunda, de entretenimiento, o la que combina sin complejos todos los niveles posibles, no tiene obligación moral alguna: cuenta mundos, narra miradas, registra recorridos en los diferentes estratos y situaciones que la vida, y los libros que la exploran, despliegan ante los ojos del lector. Y estoy convencido de que, en ese territorio sin reglas ni cánones absolutos, tan útil o interesante puede ser una conversación entre Hans Castorp y Settembrini en La Montaña mágica como los silencios del capitán MacWhirr en Tifón, la muerte de Porthos en el Bragelonne o la tortura de que es objeto Bond, desnudo y atado a una silla, en Casino Royale. Por eso saludo a ese sexagenario 007 como lo que soy: un viejo lector agradecido...
*publicado en La Nación el 20/10/2013
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Mezclado, no agitado por Arturo Perez Reverte*
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En octubre de 1964, cuando yo estaba a punto de cumplir trece años, un hermano marista al que apodábamos Dumbo me sorprendió en un pasillo leyendo Goldfinger. El delito era doble: no estaba dentro del aula, y esa novela era para adultos. Eso dio lugar a que mi padre fuera convocado para notificarle que el libro quedaba confiscado y que yo había cometido una doble falta: ausentarme de clase y leer novelas inadecuadas. Pero mi padre estuvo a la altura de las circunstancias. Con mucha calma le dijo a Dumbo que yo asumiría el castigo que el reglamento del colegio estableciese; pero que dos cosas debían quedar claras. Una, que la novela era suya y se la llevaba. Otra, que era él quien decidía sobre lo adecuado en las lecturas de su hijo; y que yo también leyera novelas de James Bond le parecía adecuadísimo, pues eran muy entretenidas, estaban bien escritas y estimulaban la imaginación. Así que, en cuanto regresáramos a casa y yo hiciera los deberes, me devolvería el libro para que acabase de leerlo. Y así fue como ocurrió.
Tengo ese mismo ejemplar a la vista mientras tecleo estas líneas. Esa primera edición de Goldfinger y otra de Operación Trueno del año 66 son las dos únicas novelas de la serie escrita por Ian Fleming que, procedentes de la biblioteca de mi padre, conservo todavía. Las otras murieron por el camino, deshechas de ser leídas y releídas, prestadas a amigos que nunca las devolvieron u olvidadas en cualquier sitio, como suele ocurrir con esa clase de libros en formato de bolsillo, editados en un papel que amarillea y resiste mal el paso del tiempo. Hace unos años, deseando tenerlas de nuevo, compré las catorce novelas de la serie, en edición moderna, y releí algunos títulos disfrutándolos mucho; confirmando por qué a mi padre, que sobre todo era lector de literatura e historia navales, le gustaban las novelas de Ian Fleming tanto como las de otro autor policíaco y de espionaje que también conocí a través de él: Eric Ambler, el autor de La máscara de Dimitrios -extraordinaria película, por cierto- cuyas novelas también procuro recuperar en librerías de viejo y reediciones modernas -con Agatha Christie y otros autores de novela negra ya lo conseguí hace tiempo-, en un intento por reconstruir en lo posible esa parte amena y pintoresca, más caduca, ligera y de difícil conservación, de la biblioteca paterna.
Hoy les cuento eso porque este año se cumplen sesenta desde que Ian Fleming escribió su primera novela sobre James Bond, y no quiero que pase la fecha sin dedicarle un guiño de homenaje. En mi temprana juventud lectora pasé estupendos ratos leyendo sus novelas -incluso antes de tener edad para ver en el cine las películas rodadas sobre éstas-, y malvados como Auric Goldfinger, Emilio Largo o Le Chiffre ocuparon mi imaginación con la misma intensidad que Rupert de Hentzau, Rochefort o Javert; nunca hubo una secretaria eficaz que no me recordase a miss Moneypenny, ni bebí un martini -mezclado, no agitado es una incorrecta traducción de shaken, not stirred- sin recordar al agente 007. Por supuesto, he visto las veintidós películas hechas sobre el personaje, incluidas las mediocres interpretaciones de George Lazenby, Timothy Dalton y Pierce Brosnan, la guasona y divertida encarnación de Roger Moore, y la contundente, casi perfecta, asunción del personaje por el pétreo Daniel Craig. Sin embargo, cada cual es hijo de su tiempo, sus lecturas y su cine. O su tele. Así que comprendan ustedes que, en mi imaginación, James Bond tenga los rasgos indelebles de Sean Connery, del mismo modo que las palabras chica Bond irán siempre unidas, en mi memoria pavloviana, a la espléndida y húmeda imagen de Ursula Andress saliendo del mar con bikini blanco y cuchillo al cinto en 007 contra el doctor No.
Y oigan. Me importa un pimiento frito que estudios de perspectiva diversa, incluido feminismo radical, etiqueten a James Bond como sexista, esnob, asesino, sádico y vulgar. La literatura, buena, mediocre o mala, profunda, de entretenimiento, o la que combina sin complejos todos los niveles posibles, no tiene obligación moral alguna: cuenta mundos, narra miradas, registra recorridos en los diferentes estratos y situaciones que la vida, y los libros que la exploran, despliegan ante los ojos del lector. Y estoy convencido de que, en ese territorio sin reglas ni cánones absolutos, tan útil o interesante puede ser una conversación entre Hans Castorp y Settembrini en La Montaña mágica como los silencios del capitán MacWhirr en Tifón, la muerte de Porthos en el Bragelonne o la tortura de que es objeto Bond, desnudo y atado a una silla, en Casino Royale. Por eso saludo a ese sexagenario 007 como lo que soy: un viejo lector agradecido...
*publicado en La Nación el 20/10/2013
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VOCES DEL SILENCIO POR MARIO VARGAS LLOSA PARA EL PAIS DE MADRID

Aunque no soy un usuario entusiasta de Internet, reconozco que su aparición ha hecho crecer de una manera notable la libertad de expresión en el mundo e infligido un golpe casi mortal a los sistemas de censura que los gobiernos autoritarios establecen para controlar la información e impedir las críticas. Me ha convencido de ello Emily Parker, antigua periodista de The Wall Street Journal y The New York Times, que en un libro de próxima publicación en los Estados Unidos pasa revista a la revolución que han significado la web y las redes sociales en China, Cuba y Rusia en el campo de la información.
Su libro se titula Now I Know Who My Comrades Are (Ahora sé quiénes son mis camaradas), se subtitula Voices from the Internet Underground (Voces del Internet clandestino) y, aunque es un reportaje documentado y riguroso, se lee con la excitación de una novela de aventuras. Emily Parker habla mandarín y español, ha conocido y entrevistado a la mayor parte de los blogueros más influyentes y populares en aquellos tres países y se mueve con total desenvoltura en el mundo de catacumbas en el que aquellos suelen operar, desde el cual han establecido las relaciones digitales que los conectan con el mundo y desde el que han devuelto la esperanza de progreso y de cambio democrático a decenas de miles de sus compatriotas que, antaño, vivían paralizados por la apatía, el miedo y el pesimismo. Hace tiempo que no leía un libro tan entretenido y a la vez tan estimulante para la cultura de la libertad.
No se crea que Emily Parker idealiza excesivamente a los personajes que pueblan su libro, presentándolos a todos como esforzados paladines del progreso y desinteresados idealistas, dispuestos a ir a la cárcel y hasta perder la vida en su lucha contra la opresión. Nada de eso. Junto a admirables luchadores guiados por convicciones y valores principistas, hay también oportunistas y casquivanos, así como aventureros y escurridizos de inapresable filiación y, acaso, hasta infiltrados y espías del gobierno. Pero todos ellos, queriéndolo o no, haciendo lo que hacen, han logrado que retrocedan y a veces se volatilicen los frenos y controles que permitían a las dictaduras manipular la información y conseguido que en la gris monotonía de esas sociedades embridadas de pronto las verdades oficiales pudieran ser cuestionadas, desmentidas, reemplazadas por verdades genuinas, y que el silencio se llenara de voces disidentes y un aire renovador, juvenil, esperanzado, y empezara a movilizar a sectores sociales que hasta entonces parecían petrificados por el conformismo.
Su libro se titula Now I Know Who My Comrades Are (Ahora sé quiénes son mis camaradas), se subtitula Voices from the Internet Underground (Voces del Internet clandestino) y, aunque es un reportaje documentado y riguroso, se lee con la excitación de una novela de aventuras. Emily Parker habla mandarín y español, ha conocido y entrevistado a la mayor parte de los blogueros más influyentes y populares en aquellos tres países y se mueve con total desenvoltura en el mundo de catacumbas en el que aquellos suelen operar, desde el cual han establecido las relaciones digitales que los conectan con el mundo y desde el que han devuelto la esperanza de progreso y de cambio democrático a decenas de miles de sus compatriotas que, antaño, vivían paralizados por la apatía, el miedo y el pesimismo. Hace tiempo que no leía un libro tan entretenido y a la vez tan estimulante para la cultura de la libertad.
No se crea que Emily Parker idealiza excesivamente a los personajes que pueblan su libro, presentándolos a todos como esforzados paladines del progreso y desinteresados idealistas, dispuestos a ir a la cárcel y hasta perder la vida en su lucha contra la opresión. Nada de eso. Junto a admirables luchadores guiados por convicciones y valores principistas, hay también oportunistas y casquivanos, así como aventureros y escurridizos de inapresable filiación y, acaso, hasta infiltrados y espías del gobierno. Pero todos ellos, queriéndolo o no, haciendo lo que hacen, han logrado que retrocedan y a veces se volatilicen los frenos y controles que permitían a las dictaduras manipular la información y conseguido que en la gris monotonía de esas sociedades embridadas de pronto las verdades oficiales pudieran ser cuestionadas, desmentidas, reemplazadas por verdades genuinas, y que el silencio se llenara de voces disidentes y un aire renovador, juvenil, esperanzado, y empezara a movilizar a sectores sociales que hasta entonces parecían petrificados por el conformismo.
Si el testimonio de Emily Parker es exacto, y yo creo que lo es, de los tres países sobre los que escribe, donde la revolución digital ha producido mayores cambios y donde estos parecen haber alcanzado una dinámica difícil de atajar es en China, en tanto que en el que los cambios son menores y más susceptibles de ser víctimas de una regresión es Cuba. Rusia parece dar manotazos en un mar de incertidumbre en el que cualquier cosa puede ocurrir: un discurrir violento hacia más libertad o un retroceso no menos traumático y veloz hacia el autoritarismo tradicional.
Una de las conclusiones más alentadoras de este ensayo es que la revolución tecnológica que hizo posible Internet no sólo es un arma poderosa para combatir a las dictaduras; también, para dar un derecho a la palabra a los ciudadanos comunes y corrientes en las sociedades abiertas de modo que el derecho de crítica deje de ser una prerrogativa de ciertas instituciones y órganos de expresión, y puede extenderse y subdividirse sin límites, exponiendo a la vigilancia y la crítica del conjunto de la sociedad a los propios medios de comunicación. De esto puede resultar, desde luego, una cierta anarquía informativa, pero, asimismo, un sistema en el que la libertad de expresión esté permanentemente sometida a prueba y a perfeccionamiento y discusión.
Los blogueros, talentos y genios de las redes sociales suelen ser tan extravagantes y pintorescos como los artistas —con sus manías, estilos y ambiciones— y uno de los grandes méritos de Emily Parker es retratarlos en su libro no sólo prendidos a sus ordenadores y enviando sus mensajes a través del éter a la miríada de invisibles seguidores y amigos con que mantienen contactos digitales, sino en la intimidad familiar, en los cafés o antros donde se refugian, en el seno de sus familias, en los mítines políticos que promueven o en los escondites donde suelen desaparecer cuando son perseguidos. Eso hace que este libro esté lleno de color y de vida plural, donde la política, la cultura, los problemas sociales y económicos no aparecen nunca como realidades abstractas y desencarnadas, sino humanizados en individuos de carne y hueso, con sus grandezas y miserias y en unos contextos que permiten medir mejor los logros que han obtenido así como sus fracasos.Una de las conclusiones más alentadoras de este ensayo es que la revolución tecnológica que hizo posible Internet no sólo es un arma poderosa para combatir a las dictaduras; también, para dar un derecho a la palabra a los ciudadanos comunes y corrientes en las sociedades abiertas de modo que el derecho de crítica deje de ser una prerrogativa de ciertas instituciones y órganos de expresión, y puede extenderse y subdividirse sin límites, exponiendo a la vigilancia y la crítica del conjunto de la sociedad a los propios medios de comunicación. De esto puede resultar, desde luego, una cierta anarquía informativa, pero, asimismo, un sistema en el que la libertad de expresión esté permanentemente sometida a prueba y a perfeccionamiento y discusión.
Algunos de estos personajes se quedan en la memoria del lector con la vivacidad y el dinamismo de los protagonistas de una novela de Joseph Conrad o André Malraux. Por ejemplo los chinos Michael Anti (Zhao Jing) y He Caitou, los cubanos Laritza Diversent, Reinaldo Escobar y Yoani Sánchez, y el ruso Alexéi Navalni aparecen en estas páginas con unos perfiles tan dramáticos y notables que parecen provenir más de la ficción que de la pobre realidad. Navalni, sobre todo, cuya historia ha dado ahora la vuelta al mundo gracias a su última peripecia que lo llevó a la cárcel y lo sacó de ella para ser candidato a la alcaldía de Moscú, en unas elecciones en las que obtuvo tres veces más votos que los que predecían las encuestas (y probablemente muchos más que los que dijeron los resultados oficiales).
Es un milagro que Alexéi Navalni esté todavía vivo, en un país donde los periodistas muy críticos del régimen que preside el nuevo zar, Vladimir Putin, suelen morir envenenados o asesinados por hampones como la valiente Anna Politkovskaya. Sobre todo porque Navalni comenzó su carrera de bloguero denunciando con pruebas inequívocas las corruptelas y tráficos delictuosos de las grandes empresas (privadas o públicas) y exhortando a sus usuarios o accionistas a emprender acciones legales contra ellas en defensa de sus derechos. No sólo sigue vivo, después de haber calificado a Rusia Unida, el partido de gobierno, de El Partido de los Estafadores y Ladrones, sino se ha convertido en una verdadera fuerza política en Rusia: ha convocado manifestaciones de oposición con asistencia de decenas de miles de personas y es una figura internacional, que habla varios idiomas, domina gran variedad de temas e impresiona por su simpatía y su carisma. En las páginas de este libro descuella sobre los otros disidentes por su apostura, su elegancia, pero también porque es imposible precisar en su caso dónde comienzan y dónde terminan sus ambiciones, sus convicciones y sus principios. No hay duda que es excepcionalmente inteligente y valiente. ¿Pero es también un demócrata genuinamente guiado por un afán de libertad o un populista ambicioso que detrás de todos los riesgos que corre esconde sólo un apetito de poder y de riqueza?Leyendo este libro es difícil no sentir una gran tristeza por ver los estragos que el totalitarismo ha causado en China, Cuba y Rusia. Todos los progresos sociales que el comunismo pudo haber traído a sus pueblos no compensan ni remotamente el atraso cívico, cultural y político en que los ha sumido, y los obstáculos que ha sembrado para que puedan aprovechar sus recursos y alcanzar el progreso y la modernidad en un ámbito de coexistencia democrática, legalidad y libertad. Es clarísimo que ese viejo modelo está muerto y enterrado, pero, aún así, librarse de él definitivamente les significará tiempo y sacrificios. El libro de Emily Parker muestra el invalorable servicio que ha venido a prestar en esta tarea Internet, la gran transformación de las comunicaciones de nuestro tiempo.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2013.
© Mario Vargas Llosa, 2013.
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sábado, 19 de octubre de 2013
Una adicción tardía por Antonio Muños Molina para el El País de Madrid

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viernes, 18 de octubre de 2013
Fernando Vidal Buzzi: sus caras menos conocidas por Alejandro Maglione especial para conexión BRANDO

La importancia de los Buenos Modales por Alberto Benegas Lynch (h)*
“El hábito no hace al monje” reza un conocido proverbio a lo que mi amigo Jacques Perriaux agregaba “pero lo ayuda mucho”. Las formas no necesariamente definen a la persona pero ayudan al buen comportamiento y hace la vida más agradable a los demás.
Hoy en día, en gran medida se ha perdido el sentido del buen hablar. En primer lugar, debido al uso reiterado de expresiones soeces. Las denominadas “malas palabras” remiten a lo grotesco, a lo íntimo, a lo repugnante y a lo escandaloso. Los que no recurren a esas expresiones no es porque carezcan de imaginación, es debido a la comprensión del hecho de que si se extiende esa terminología todo se convierte en un basural lo cual naturalmente se aleja de la excelencia y las conversaciones bajan al nivel del subsuelo. Por su parte, los términos obscenos empobrecen el lenguaje y como éste sirve para pensar y para la comunicación, ambos propósitos se ven encogidos y limitados a un radio estrecho.
Entonces, aquello de que “el hábito no hace al monje, pero lo ayuda mucho” pone en evidencia una gran verdad y es que las apariencias, los buenos modales y, en general, la estética, tienen una conexión subliminal con la ética. Cuanto más refinados y excelentes sean los comportamientos y más cuidados los ámbitos en los que la gente se desenvuelve, más proclive se estará a lograr buenos resultados en la cooperación social y el indispensable respeto recíproco como su condición central.
Esto no significa que un asesino serial pueda estar encubierto y amurallado tras aparentes buenos modales, significa más bien que se tiende a reforzar y a abrir cauce al antes mencionado respeto recíproco. Se ha dicho en diversas oportunidades que en la era victoriana había mucho de hipocresía, lo cual es cierto de todas las épocas pero no cambia el hecho de que en esa etapa de la historia el ocultamiento de lo malo traducía un sentido de vergüenza que luego se perdió bajo el rótulo de la sinceridad que pusieron al descubierto las inmoralidades más superlativas con la pretensión de hacerlas pasar por acciones nobles.
Las normas morales aluden al autorrespeto y al respeto al prójimo en las respectivas preservaciones de las autonomías individuales basadas en la dignidad y autoestima. De más está decir que lo dicho nada tiene que ver con el dinero sino con la conducta, lo que ocurre es que en las sociedades abiertas los que mejor sirven los intereses de los demás son los que prosperan desde el punto de vista crematístico y, por ende, se espera de ellos el ejemplo, lo cual en los contextos contemporáneos ha mutado radicalmente puesto que en gran medida los patrimonios no son fruto del servicio al prójimo sino de la rapiña lograda con el concurso de gobernantes que se han extralimitado en sus funciones específicas de proteger derechos para, en su lugar, conculcarlos. Mal puede esperarse ejemplos de una banda de asaltantes.
La literatura, la escultura, la pintura y la música son evidentemente manifestaciones de cultura por antonomasia. Sin embargo, en la actualidad, tal como he consignado antes, por ejemplo, Carlos Grané apunta en El puño invisible: arte, revolución y un siglo de cambios culturales que el futurismo, el dadaísmo, el cubismo y similares son manifestaciones de banalidad, nihilismo, vulgaridad, escatología, violencia, ruido, insulto, pornografía y sadismo (en el epígrafe de su libro aparece una frase del fundador del futurismo Filippo Tomaso Marinetti que reza así: “El arte, efectivamente, no puede ser más que violencia, crueldad e injusticia”).
¿Qué ocurre en ámbitos cada vez más extendidos en aquello que se pasa de contrabando como arte? Es sencillamente otra manifestación adicional de la degradación de las estructuras axiológicas. Es una expresión más de la decadencia de valores. En este sentido se conecta la estética con la ética. No se necesitan descripciones acabadas de lo que se observa en muestras varias que a diario se exhiben sin pudor alguno: alarde de fealdad, personas desfiguradas, alteraciones procaces de la naturaleza, embustes de las formas, alaridos ensordecedores, luces que enceguecen, batifondos superlativos, incoherencias múltiples y mensajes disolventes. En el dictamen del jurado del libro mencionado de Grané —que obtuvo el Premio Internacional de Ensayo Isabel Polanco (presidido por Fernando Savater), en Guadalajara— se deja constancia de “los verdaderos escándalos que ha vivido el arte moderno”.
¿Qué puede hacerse para revertir semejante espectáculo? Solo trabajar con paciencia y perseverancia en la educación, es decir, en la trasmisión de principios y valores que dan sustento a todo aquello que puede en rigor denominarse un producto de la humanidad, alejándose de lo subhumano y lo puramente animal, en un proceso competitivo de corroboraciones y refutaciones que apunten a la excelencia y no burlarse de la gente con apologías de la fealdad y explotar el zócalo del hombre con elogios a la indecencia, la ordinariez y a la tropelía.
Incluso la forma en que nos vestimos trasmite nuestra interioridad. La elegancia y la distinción se dan de bruces con los piercing, los tatuajes, los pelos teñidos de colores chillones, estrambóticas pintarrajeadas del rostro y las uñas, la ropa zaparrastrosa y estudiados andrajos en el contexto de modales nauseabundos, ruidos guturales patéticos que sustituyen la fonética elemental. La bondad, lo sublime, lo noble y reconfortante al espíritu naturalmente hacen bien y fortalecen las sanas inclinaciones. El morbo, el sadismo, lo horripilante y tenebroso dañan la sensibilidad y afectan lo mejor de las potencialidades del ser humano.
Hace años con mi mujer observamos en un subterráneo londinense un enorme cartel con la figura de Michel Jackson con los labios pintados, cambios en la pigmentación y operaciones y estiramientos varios en el que se leía “If this is the outside, what goes on in the inside?” ("Si este es el exterior, ¿qué pasa en el interior?"). También ingleses que trasmitían radio en el medio de la nada en África durante la Segunda Guerra Mundial lo hacían vestidos de smoking “to keep standards up” ("para mantener los estándares elevados").
El deterioro en los modales que subestima la calidad de vida al endiosar la grosería y lo chabacano, también tiende a anular el sentido de las expresiones ilustrativas que se consideran pasadas de moda tales como caballero y dama pero que se utilizaban para indicar conductas excelsas que presuponen buenas conductas. Ya Confucio, quinientos años antes de Cristo, escribió que “Son los buenos modales los que hacen a la excelencia de un buen vecindario. Ninguna persona prudente se instalará donde aquellos no existan” y, en 1797, Edmund Burke sostenía que para la supervivencia de la sociedad civilizada “los modales son más importantes que las leyes”.
Estimo que antes de las respectivas especializaciones profesionales, debiera explorarse el sentido y la dimensión de la vida para lo cual hay una terna de libros extraordinarios que merecen incorporarse a la biblioteca: The Philosophy of Civilization de Albert Schweitzer, Adventures of Ideas de Alfred N. Whitehead y Human Destiny de Lecomte du Noüy. Después de esa lectura tan robusta y de gran calado, entre otras muchas cosas, se comprenderá mejor el apoyo logístico que brinda la cobertura de los modales al efecto de preservar las autonomías individuales.
Termino esta nota periodística con una nota a pie de página sobre cambios de formas y modas que son en verdad neutras sobre las que nada hay que objetar. Tengo in mente lo que viene ocurriendo con las librerías a raíz de la irrupción de los ebooks. Al cierre de la célebre cadena Borders, ahora se agrega la clausura de la librería Universal de Miami que ha hospedado a tantos hispanoparlantes. Personalmente no concibo la posibilidad de reemplazar la mirada sobre los lomos en mi biblioteca, ni el olor a tinta, ni la satisfacción de acariciar el papel. Puede que sea un tanto anticuado, pero siento que en mi biblioteca están muchos de mis amigos a los que necesito recorrer con la vista diariamente como una especie de liturgia o gimnasia ritual que abre las puertas del alma y prepara y sirve de introito a las faenas de la jornada.
Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de América (EE.UU.) el 17 de octubre de 2013.
Alberto Benegas Lynch (h) es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.
Publicado en el blogs del Cato Institute 1000 Massachusetts Avenue N.W. Washington D.C. 20001-5403.
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lunes, 14 de octubre de 2013
Entre caballeros andantes y juglares por Mario Vargas Llosa 6 OCT 2013 -
PIEDRA DE TOQUE. Martín de Riquer se movía por la Edad Media como por su casa y nadie que yo haya leído me ha hecho vivir tan de cerca y con tanta verdad lo que debió ser la vida en Occidente hace mil años
Lo traté apenas en persona a Martín de Riquer —que acaba de morir, poco antes de cumplir cien años—, pero lo leí mucho, sobre todo en mi juventud, cuando, entusiasmado por la lectura del Tirant lo Blanc, me volví devoto de los libros de caballerías. Descubrí la gran novela catalana en la maravillosa edición que hizo de ella Riquer en 1947 y en 1971, cuando vivía en Barcelona, le propuse hacer una edición de las cartas y carteles de desafío de Joanot Martorell (El combate imaginario), lo que me permitió visitarle. Recuerdo con gratitud esas dos tardes en su casa repleta de libros, su amabilidad, su sabiduría, su prodigiosa memoria y la desenvoltura con que se movía por una Europa de caballeros andantes, ermitaños, trovadores, magos y cruzados, mientras acariciaba su eterna pipa y le brillaban los ojitos de alegría con aquello que contaba. En el otoño de su vida dijo a un periodista que “nunca había trabajado, que no había hecho otra cosa que disfrutar”. No era una pose: su inmensa obra de historiador, de filólogo y de crítico por la que desfilan media docena de literaturas —la catalana, la castellana, la provenzal, la francesa, la portuguesa y la italiana— rezuman amor y entusiasmo contagiosos.
La erudición no es siempre garantía de cultura; a veces es una máscara del vacío o de la mera vanidad. Pero en Martín de Riquer, la prodigiosa información que sustenta sus estudios manifiesta su pasión por el conocimiento, no es nunca gratuita, alarde pretencioso; por el contrario, enriquece con detalles y precisiones la gestación y el contexto histórico y social de los textos, su genealogía, sus influencias, lo que es tópico y lo que es invención, la trama profunda que acerca, por ejemplo, las fantasías eróticas de un trovero ambulante y las heladas discusiones teologales en los concilios papales. Se movía por la vasta Edad Media como por su casa y opinaba con la misma versación sobre las novelas de Chrétien de Troyes, La Chanson de Roland, las leyendas artúricas, el Amadís de Gaula, los juglares y el Poema del Cid, que sobre heráldica, las armas, las armaduras, la gastronomía, las reglas del combate singular en los torneos y las distancias siderales que había a menudo entre lo que se creía, se decía, se escribía y se hacía en esa sociedad medieval que él tanto amaba.
Había en Martín de Riquer algo de esos caballeros andantes que se lanzaban a los caminos en pos de aventuras, sobre los que escribió páginas tan hechiceras, aquellos que por ejemplo recorrieron media Europa para responder al desafío del bravucón leonés del Paso Honroso, o los —medio héroes, medio bandidos— que acompañaron a Roger de Flor a batirse en Grecia y liberar a Bulgaria de los turcos. Nadie que yo haya leído, ni siquiera el gran Huizinga de El otoño de la Edad Media, me ha hecho vivir tan de cerca y con tanta verdad como los ensayos de Martín de Riquer lo que debió ser la vida en Occidente hace ochocientos o mil años, esa sociedad donde la espiritualidad más refinada y la brutalidad más feroz se confundían y se pasaba del cielo al infierno o viceversa sin darse cuenta: de los salones cortesanos donde se inventaba el amor, a los helados monasterios donde se resucitaba a Platón y Aristóteles y se traducía a Homero, a los bosques plagados de forajidos, de santos, de peregrinos, de locos y leprosos, o a las plazas de las aldeas donde masas de analfabetos escuchaban, alucinados, las venturas y desventuras de las canciones de gestas. Para poder transmitir todo aquello con la elocuencia y el vigor con que lo hizo, Martín de Riquer debió al mismo tiempo vivirlo: dar y recibir los mandobles, ponerse y quitarse las pesadas armaduras, tocar la vihuela y componer endechas, enamorarse de doncellas imposibles como la princesa Carmesina, decapitar y ser decapitado innumerables veces.
Como un homenaje a su memoria, acabo de leer un pequeño librito suyo que no conocía, Cervantes en Barcelona (1989). Es una pura delicia. Comienza y termina con una pequeña descripción de la casa que lleva el número 2 del Paseo Colón de la Ciudad Condal en la que, según una persistente leyenda que Riquer conoció de niño de boca de su madre, habitó el autor de El Quijote en algún momento de su vida. El libro escudriña con lupa la vida de Cervantes y descarta o valida las diferentes tesis sobre su estancia en aquella ciudad, a la vez que describe con minucia todas las alusiones a Barcelona en las novelas cervantinas. Las páginas más seductoras son aquellas en las que contrasta el famoso bandolero catalán que aparece inmortalizado en El Quijote, Roque Guinart, con el personaje de carne y hueso que le sirvió de modelo. Esta comparación se enriquece con una animada descripción de las bandas de asaltantes que en el siglo XVII hacían de las suyas y volvían peligrosos los alrededores de Barcelona y todas las grandes ciudades españolas. Al final, queda probado que la única estancia posible de Cervantes en la ciudad fue en el verano de 1610 y que, si de veras llegó a habitar el tercer piso de la casa del Paseo Colón, tuvo desde ese balcón una vista inmejorable del Portal del Mar y la playa, el paisaje que describiría en Las dos doncellas, una de las novelas ejemplares.
El mejor crítico de Martorell fue al mismo tiempo uno de los más eminentes cervantistas; sus ediciones críticas del Tirant lo Blanc y del Quijote son un modelo de rigor y, al mismo tiempo, de una accesibilidad que pone ambas obras maestras al alcance de los lectores comunes y corrientes. También en esto Martín de Riquer fue un ejemplo de intelectual sin fronteras, un ciudadano del mundo, desprovisto de fanatismo y de complejos, que volcó su amor por la literatura, la historia, la lengua y la cultura sin otro interés que la búsqueda de la verdad, la exaltación de la belleza, la justa valoración de la obra de arte y de las ideas en función de valores universales y no de menudos intereses políticos de circunstancias. En los años setenta, cuando yo vivía en Barcelona, muchos no le habían perdonado que durante la Guerra Civil optara, espantado “por el asesinato de algunos amigos y por cierta afinidad con los ideales religiosos y de orden del otro lado”, según dijo, por los nacionales y combatiera en una formación requeté. Pero, para entonces, Riquer había abandonado aquellas ideas y optado por una línea democrática. De otro lado, en toda la vasta obra de él que ha llegado a mis manos, no recuerdo haber leído un solo texto de reivindicación del autoritarismo. Y, con motivo de los artículos necrológicos aparecidos en estos días, me ha alegrado saber que, en los violentos días que sucedieron a la Guerra Civil, se movilizó para salvar del fusilamiento a escritores y profesores republicanos.
Es interesante señalar que, al mismo tiempo que investigaba en archivos y bibliotecas preparando trabajos del más estricto nivel académico, Martín de Riquer no desdeñó escribir manuales o dirigir colecciones de clásicos dirigidos al gran público, como la historia universal de la literatura que emprendió con José María Valverde. Había detrás de estos empeños una convicción: la cultura no debía quedar confinada en los recintos universitarios y ser monopolio de clérigos; tenía que salir a la calle y llegar al mundo profano, como llegaban en tiempos remotos las hazañas caballerescas al gran público a través de los cómicos de la legua y los troveros ambulantes. El gran medievalista no era un hombre del pasado; vivía en el presente, y, cuando no estaba sumergido en polvorientos infolios, se distraía leyendo novelas policiales.
La muerte de Martín de Riquer me apena mucho porque personas tan valiosas deberían ser tan longevas como los patriarcas bíblicos; también porque, probablemente, él será uno de los últimos de su especie, quiero decir esa tradición de humanistas de cultura múltiple y de visión universal, a la que pertenecieron Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Octavio Paz y un Jorge Luis Borges. Ya no los habrá porque el conocimiento futuro estará sobre todo almacenado en el éter y cualquiera podrá acceder a él apretando los botones indicados. La memoria, el esfuerzo intelectual, serán prescindibles; o, mejor dicho, patrimonio exclusivo de las pantallas y los ordenadores. Gracias a estos artefactos, todos sabremos todo, lo que equivale a decir: nadie sabrá ya nada.
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© Mario Vargas Llosa, 2013.
CARLOS MANUEL ACUÑA 1937-2013
Corría en las venas de Carlos Manuel Acuña la tradición de la patria argentina por la que sufrió con pasión hasta el final de sus días. Descendiente de lustres linajes: los Aldao, de Achaval, de Lezica, Lastra, Ramos Mejía no lo encandilaron- como a otros- que inmovilizan sus vidas al contrario supo arriesgar su libertad y su vida cuantas veces fue necesario.
Acuña, había nacido en 1937, padre de cinco hijos, abuelo de varios nietos y bisnietos, eligió el periodismo, dio sus primeros pasos en el diario La Nación. Padeció durante la adolescencia la tiranía de Juan Domingo Perón y deja esta vida en plena lucha por la verdad bajo un gobierno peronista encabezado por los seguidores de una asociación ilícita disimulada tras las formas de un partido político fundado por aquél Gran Corruptor. Profesionalmente siguió paso a paso las intimidades de las crisis que se sucedían sin solución de continuidad. Tuvo la experiencia viva de la política como periodista parlamentario y como seguidor de las tertulias que todavía mantenían un aire de bohemia y espontaneidad que hoy se ha perdido. Si bien se trataba de un periodismo cuyas formas, estilo y esencia se modificó sustancialmente, el rigor profesional se percibe en este primer libro de Acuña sobre un tema tan apasionante cuyas alternativas lo mantienen actualizado. Como periodista, el autor ocupó toda la gama de la actividad profesional, hizo radio y televisión, dirigió agencias noticiosas, fue corresponsal de publicaciones extranjeras y nacionales, columnista de La Prensa durante los años ochenta, de la bahiense La Nueva Provincia y de otros diarios importantes del interior del país.
No escapó al compromiso político conservador por estilo y tradición fue un hombre de consulta.
Escritor de pluma ágil y fluida en estas últimas décadas echó un manto de luz a la vilipendiada lucha antiterrorista. En una de sus obras Por amor al Odio y en otras obras, deja un testimonio a las futuras generaciones de indudable valor. Como buen caballero que fue luchó por causas supuestamente perdidas. Cultivó la amistad muchos extrañaran su presencia en los salones del Jockey Club.
Por todo lo dicho. Hoy la Argentina -como ha escrito uno de esos tantos amigos que supo elegir en la vida- ha perdido a uno de sus más preclaros hombres, a un valiente y sobre todo a un gran señor. En una sociedad que se ha caracterizado por la abdicación de permanente de quienes debían conducirla, fue uno de los pocos, muy pocos que asumió el papel que la historia le tenía reservado.
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