ACADEMICUS



UN PUENTE ENTRE EL MUNDO ACADÉMICO Y UNIVERSITARIO Y LA SOCIEDAD.


martes, 7 de diciembre de 2010

EL ARTE NUESTRO DE CADA DÍA por SANTIAGO LEGARRE


Santiago Legarre es profesor de Derecho Constitucional en la UCA e investigador del Conicet


El arte es indispensable y, sin embargo, está ausente en la vida cotidiana. Unas gotas diarias de arte pueden salvarnos del sopor y de la superficialidad, como un antídoto contra los muchos venenos que pululan por ahí.

Quien todos los días disfruta de una canción o dedica tiempo a una lectura aparentemente inútil (lo que Jane Austen llamaría "leer por curiosidad", para distinguirlo de "leer para informarse"); quien privilegia en sus decisiones el criterio estético ("es lindo; me gusta") sobre la consideración económica ("es útil; me sirve"); quien se toma un rato para ver una película italiana (en lugar de siempre "vivir corriendo" al ritmo de Hollywood): esa persona está inmunizada.

Cuando vengan los embates, que necesariamente vendrán, sobre todo, cuando venga el tedio, compañero inexorable de toda navegación sostenida (la navegación matrimonial, la navegación laboral; cualquier navegación que sea), entonces el arte será una especie de tabla de salvación, una inyección de alegría y juventud que alentará a continuar en el camino, a perseverar y llegar algún día a la meta siempre lejana.

Pero el arte es parecido, también, en cierto sentido, a la hostia cristiana consagrada: a algunos les parece insípido y poco interesante. Un pan dulce les resulta más apetecible que una hoja redonda sin levadura, y una revista, más atractiva que las dos mil páginas de Los miserables. La hostia y el arte requieren, los dos, algún tipo de fe, de apuesta, de confianza en la grandeza y el valor de aquello que los ojos no están en condiciones de ver.

La inyección de alegría y juventud a la que hice alusión es metafórica, distinta de otras inyecciones (y pastillas y sustancias) que tienen como fin lo imposible: perpetuar lo que podríamos llamar la adrenalina artística. Por poner un ejemplo, algunos se drogan para lograr el efecto de la música cuando el sonido ya no está.

Pero el gusto brindado por el arte consiste en la experiencia artística en sí misma, una experiencia que requiere cierto compromiso y esfuerzo. La droga se parece a la máquina de las experiencias que imaginó el filósofo Robert Nozick: sin hacer nada, supuestamente uno siente todo, gracias a la máquina. En el arte, una medida importante del gozo depende o bien de la propia ejecución de la obra o de la participación vicaria en ella.

La aspiración a una Arcadia permanente -una vida bohemia sin fin- es una ilusión falsa y destructiva. Sus profetas o están muertos (es decir, murieron en el altar del arte, mientras buscaban un imposible) o son incoherentes y, en última instancia, mentirosos: predican lo que no cumplen. Sobreviven ellos, mientras facilitan la muerte de los ingenuos que les creen.

La vida del verdadero artista profesional confirma esta posición. Es consciente de que buena parte de su acontecer es rutinario (tiene horarios); la dimensión pragmática está presente en su vida como en la de todas las personas (tiene que llenar la panera); él también hace algunas cosas que quisiera no hacer (tiene obligaciones), y sufre de a ratos, y a veces ratos largos, el aburrimiento ("Oh, Musa, ¿adónde te has fugado?").

El resto, los hombres comunes con un trabajo, cualquiera que fuere, somos responsables de conseguir, para alimentarnos, el arte nuestro de cada día. Cuando no es así, navegamos demasiado en el mar del tedio o salimos de él merced a una actividad incesante, tan banal como estéril. Más vale el arte.

© La Nacion

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