El problema no es la crisis, sino la falta de
innovación, respeto, mérito y transparencia en un funcionamiento que está
viciado
Se habla
bastante de la grave situación de la I+D en España. De los recortes, la fuga de
cerebros, de los miles de investigadores e investigadoras que después de años
de formación, esfuerzo y trayectorias brillantes se ven obligados a hacer las
maletas e irse. Menos se habla, no obstante, de los que se quedan. De los
afortunados que consiguen seguir viviendo de su pasión investigadora y docente…
¿Afortunados?
No tanto. Las prácticas laborales de la
universidad española son un secreto a voces: profesores asociados con sueldos
de menos de 300 euros al mes, sistemas de colas por encima del mérito para
asignar nuevos puestos (gana el paciente y el obediente) y un sistema orientado
a que los de abajo hagan el trabajo de los de arriba. Prácticas, además, que se
perpetúan en la impunidad más absoluta: la universidad convierte a sus víctimas
en cómplices de su propia situación. Un sistema de palos concretos y zanahorias
abstractas que parece servir solo para la gloria y estabilidad de unos pocos a
costa del trabajo e invisibilidad de
muchos y muchas.
Lo preocupante es que muchas de estas
dinámicas preceden a la austeridad. Y pueden por lo tanto sobrevivirla si no se
abordan como un problema estructural. Esta misma semana investigadores e
investigadoras del CSIC publicaban una propuesta de ideas para la reforma de la
ciencia en España que iba más allá de los recortes para poner sobre la mesa un
diagnóstico centrado en la necesidad de modernización, transparencia, gestión
eficiente y autonomía de gobierno. En el documento se habla de burocracia,
control político y falta de evaluación e incentivos. En el caso de las muchas
universidades, a esos problemas podemos añadirle el de un opaco entramado de
intereses público-privados estructurados alrededor de fundaciones
universitarias.
Pero entonces, si la falta de dinero no
basta para explicar la crisis actual de nuestras instituciones de enseñanza
superior, ¿de qué mal estamos muriendo? Morimos, en primera instancia, de una
dualidad injusta e insostenible entre el personal estable y el no estable. La
universidad española a menudo perpetúa innecesariamente una gerontocracia que
equipara capacidad a acumulación de años. En un momento en el que muchas
convocatorias europeas de financiación quieren promover a investigadores
jóvenes, en España es habitual que éstos deban renunciar a la autoría de
proyectos o publicaciones en favor de personas con más antigüedad por una
absurda norma no escrita. La combinación de vasallajes, inercias y miedo
invisibiliza a menudo el trabajo de la generación más formada de este país y
nos impide reconocer, aprovechar y promover su trabajo.
Morimos también de rigidez. Los
departamentos universitarios parecen a veces reinos de taifas, más preocupados
por defender sus fortines que por avanzar el conocimiento, formar al alumnado
de forma innovadora o responder a los retos sociales actuales. Los muros que
hemos levantado entre disciplinas dificultan la innovación y la experimentación
en las nuevas fronteras del conocimiento. Cualquier persona que intente salir
de su cajita disciplinar choca con un muro de dificultades (incomprensión,
exclusión, soledad), sin que ninguno de los actores implicados (desde los jefes
de departamento o facultad a los rectores y responsables políticos) parezca
tener incentivos, poder o voluntad para cambiarlo. Los equilibrios y conflictos
del reino de taifas drenan gran parte de la energía que debería orientarse a
repensar el papel de la ciencia, la universidad y el conocimiento en el siglo
XXI.
Morimos, también, víctimas de una
estructura que parece incapaz de autoregenerarse. La universidad parece hoy el
ejemplo paradigmático de la tragedia de los comunes: como es de todos, no es de
nadie. Cada califa gestiona su pequeño rincón del reino, e intenta preservarlo
del mundo exterior. Sin visión estratégica, sin rendición de cuentas, sin
evaluación ni control, la máquina universitaria se oxida y cronifica el sálvese
quien pueda. Y mientras se hunde este Titanic, la única música que se oye habla
de un problema de financiación. Mientras se profundiza el abismo entre los que
trabajan y los que firman el trabajo de otros, se hacen rimas con palabras
vacías como excelencia y mérito.
Si el régimen del 78 ha creado en el
ámbito político una casta más preocupada por atender sus intereses particulares
que por representar a las mayorías, en la universidad el cortoplacismo, la
autopreservación y la dualidad han creado una estructura autoreferencial,
ineficiente e injusta que bloquea el potencial de un país joven y formado. El
problema de la universidad, pues, no es la crisis. Lo que falta no es dinero, y
menos en un país que debe emprender un replanteamiento de su modelo productivo
y su estructura formativa. Lo que falta es respeto, mérito, capacidad de
innovación y luz y taquígrafos sobre unos métodos y procesos que están
viciados. El debate es importante porque no nos jugamos solo las condiciones de
trabajo actuales de unos cuantos investigadores. Nos jugamos el sistema de
producción y reproducción del conocimiento en la formación superior. Nos
jugamos el tejido productivo e intelectual del futuro. Nos jugamos, en
realidad, el futuro.
Gemma Galdon Clavell es doctora en
Políticas Públicas.
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