ACADEMICUS



UN PUENTE ENTRE EL MUNDO ACADÉMICO Y UNIVERSITARIO Y LA SOCIEDAD.


miércoles, 26 de noviembre de 2014

Seis actitudes que tienen hartos a los profesores en el aula.

Foto: Ilustración: Gio



No leer, chatear por el móvil y comer en clase, aspectos que sacan de quicio a los académicos.
Por: EL MERCURIO |
11:48 p.m. | 22 de noviembre de 2014


"La causa de estas quejas no es solo la pereza cognitiva del alumno, sino también lo que el profesor y la universidad ofrecen como cultura académica", dice Mauricio Pérez Abril.
Algunos llevan décadas enseñando en las aulas, varios se cuentan entre los mejor evaluados por sus alumnos, unos dan clase en los primeros años de universidad, y otros, a los que están al final de la carrera. Hay quienes enseñan en carreras humanistas, otros son cien por ciento matemáticos.
El abanico es amplio, pero cuando les dimos a una decena de profesores de educación superior un minuto de confianza para desahogar aquello que más les molesta de sus alumnos, las respuestas se repitieron casi como una letanía. El estudio, que se realizó con una decena de profesores chilenos, demostró la coincidencia en las actitudes que más les molestan, desde lo anecdótico a temas más preocupantes.
En Colombia, los motivos de disgusto son similares, aunque algunos, como Mauricio Pérez Abril, director del grupo de investigación de Pedagogías de la Lectura y la Escritura de la Javeriana, señalan que aunque esos son los síntomas, la culpa es compartida. “La causa de estas quejas no es solo la pereza cognitiva del alumno, sino también lo que el profesor y la universidad ofrecen como cultura académica”, dice.
A continuación, los aspectos en que hubo mayor coincidencia:
Ley del mínimo esfuerzo
La lógica instrumental desmotiva a varios profesores. “Lo que más me molesta es cuando preguntan: ‘¿esto entra para la prueba?’, con la idea implícita de ‘si no, no me importa’. A veces creo que hay alumnos que solo quieren sacar el título. No les interesa aprender”, analiza un profesor senior. El más joven se queja de lo mismo: “Preguntan: ‘¡¿hay que leer todo el texto?!’, ‘pero, ¿qué va a entrar en la prueba?’. Es la ley del mínimo esfuerzo”.
“En quinto año, si estiman que lo que uno pasa no les va a servir, simplemente no vienen”, agrega una docente. “El alumno hoy está articulado alrededor de ‘para qué sirve’ lo que le enseñan, qué utilidad tiene –agrega otro–. Y hay contenidos que apuntan solo a desarrollar la capacidad reflexiva. Les digo: ‘sirve para que sean más inteligentes. Para que en la próxima reunión familiar parezcan más cultos’ ”, ironiza.
Miran para otro lado
Si no leen, no es raro que su participación en las clases sea escasa. “No opinan. Uno pregunta y es como si pasaran un millón de ángeles. Hay hasta un minuto de silencio, y ellos miran para otro lado”, dice un profesor joven.
Otro que lleva años dictando cátedra coincide: “A veces algunos hablan aunque no sepan, pero en muchos casos es el cementerio total. Tienes que mirarlos fijo para que se sientan obligados a hablar”.
“Es frustrante –agrega otro–, porque uno prepara material antes de la clase, lleva casos para analizar y espera tener una clase participativa, pero te das cuenta de que no se puede, porque ellos no leyeron. Los que opinan son siempre los mismos, cuatro o cinco. Y los otros se empiezan a aburrir y agarran el celular”, dice.
El móvil es más importante
“La regla es que si el celular suena, el dueño tiene que salir a hacer una gracia frente al curso, como recitar o bailar. Como son tímidos, funciona”, cuenta un profesor sobre su experiencia. Pocos, sin embargo, logran disimular el uso de WhatsApp y redes sociales. “Mandan mensajes por debajo de la mesa y sonríen como bobos, pensando que uno no se da cuenta”, delata uno. En otra universidad, “los sacan descaradamente y chatean. Uno no puede retarlos. No estamos en el colegio”, dice una profesora.
Y otro se queja: “Parece que el mensaje que les mandan es más importante que la clase. “Intentan disimular, porque saben que me enfurezco. Les digo: ‘mándele saludos a su noviecita’, y ahí lo guardan”.
Impuntuales y comelones
Para los académicos, hay actitudes de sus alumnos impensables cuando ellos fueron estudiantes. “Comen en clases. Sacan barras de cereal, bebidas... Yo tiré la toalla con la gente comiendo en clase”. La impuntualidad de algunos también es motivo de fastidio. “Llegan 10 minutos tarde y se enojan porque no los dejas entrar”. Otra queja de quienes tienen años de docencia es el saludo. “Que las estudiantes lleguen saludando de beso me incomoda. Quiebra la distancia de autoridad necesaria”, dice otro.
‘Súbame la noooota’
Al final del año suelen aparecer estudiantes abrumados por una nota que no les alcanza para pasar. “Considero extraordinariamente irritante que invoquen razones extracurriculares para subirles la nota, como ‘soy el primero de la familia que llega a la universidad’ o ‘con esta nota voy a perder la beca’. ¡Uno no puede subir notas por razones humanitarias o compasión!”, señala un profesor joven, que condena igualmente a “algunas chicas que esbozan una sonrisita para que le subas la nota o incluso visten provocativamente, con escotes, por si les funciona”.
‘No alcancé a leerlo’
Leer parece ser una costumbre en retirada en la actual generación de estudiantes, pues es el más reiterado y vehemente reclamo de los profesores. “Lo que más me molesta es que jamás leen. Si no hay prueba, no leen, y cuando leen te das cuenta de que además tienen muy poca comprensión de lectura”. “El concepto de lectura obligatoria no significa nada para ellos, aunque figure en el programa. No está en su hábito hacerse un plan de lectura”, reclaman dos profesores del área de ciencias sociales. Y otro agrega, “entonces uno, como las abuelitas, tiene que empezar a contarles de qué se trataba el texto y decirles ‘esto es lo principal’, y ellos anotan y anotan, en una actividad intelectual totalmente pasiva”.

EL MERCURIO (CHILE).

martes, 25 de noviembre de 2014

OPINIÓN ¿Una casta universitaria? por Gemma Galdon Clavell 21 NOV 2014 publicado en El PAIS CATALUÑA


El problema no es la crisis, sino la falta de innovación, respeto, mérito y transparencia en un funcionamiento que está viciado



Se habla bastante de la grave situación de la I+D en España. De los recortes, la fuga de cerebros, de los miles de investigadores e investigadoras que después de años de formación, esfuerzo y trayectorias brillantes se ven obligados a hacer las maletas e irse. Menos se habla, no obstante, de los que se quedan. De los afortunados que consiguen seguir viviendo de su pasión investigadora y docente… ¿Afortunados?
No tanto. Las prácticas laborales de la universidad española son un secreto a voces: profesores asociados con sueldos de menos de 300 euros al mes, sistemas de colas por encima del mérito para asignar nuevos puestos (gana el paciente y el obediente) y un sistema orientado a que los de abajo hagan el trabajo de los de arriba. Prácticas, además, que se perpetúan en la impunidad más absoluta: la universidad convierte a sus víctimas en cómplices de su propia situación. Un sistema de palos concretos y zanahorias abstractas que parece servir solo para la gloria y estabilidad de unos pocos a costa del trabajo e  invisibilidad de muchos y muchas.
Lo preocupante es que muchas de estas dinámicas preceden a la austeridad. Y pueden por lo tanto sobrevivirla si no se abordan como un problema estructural. Esta misma semana investigadores e investigadoras del CSIC publicaban una propuesta de ideas para la reforma de la ciencia en España que iba más allá de los recortes para poner sobre la mesa un diagnóstico centrado en la necesidad de modernización, transparencia, gestión eficiente y autonomía de gobierno. En el documento se habla de burocracia, control político y falta de evaluación e incentivos. En el caso de las muchas universidades, a esos problemas podemos añadirle el de un opaco entramado de intereses público-privados estructurados alrededor de fundaciones universitarias.
Pero entonces, si la falta de dinero no basta para explicar la crisis actual de nuestras instituciones de enseñanza superior, ¿de qué mal estamos muriendo? Morimos, en primera instancia, de una dualidad injusta e insostenible entre el personal estable y el no estable. La universidad española a menudo perpetúa innecesariamente una gerontocracia que equipara capacidad a acumulación de años. En un momento en el que muchas convocatorias europeas de financiación quieren promover a investigadores jóvenes, en España es habitual que éstos deban renunciar a la autoría de proyectos o publicaciones en favor de personas con más antigüedad por una absurda norma no escrita. La combinación de vasallajes, inercias y miedo invisibiliza a menudo el trabajo de la generación más formada de este país y nos impide reconocer, aprovechar y promover su trabajo.
Morimos también de rigidez. Los departamentos universitarios parecen a veces reinos de taifas, más preocupados por defender sus fortines que por avanzar el conocimiento, formar al alumnado de forma innovadora o responder a los retos sociales actuales. Los muros que hemos levantado entre disciplinas dificultan la innovación y la experimentación en las nuevas fronteras del conocimiento. Cualquier persona que intente salir de su cajita disciplinar choca con un muro de dificultades (incomprensión, exclusión, soledad), sin que ninguno de los actores implicados (desde los jefes de departamento o facultad a los rectores y responsables políticos) parezca tener incentivos, poder o voluntad para cambiarlo. Los equilibrios y conflictos del reino de taifas drenan gran parte de la energía que debería orientarse a repensar el papel de la ciencia, la universidad y el conocimiento en el siglo XXI.
Morimos, también, víctimas de una estructura que parece incapaz de autoregenerarse. La universidad parece hoy el ejemplo paradigmático de la tragedia de los comunes: como es de todos, no es de nadie. Cada califa gestiona su pequeño rincón del reino, e intenta preservarlo del mundo exterior. Sin visión estratégica, sin rendición de cuentas, sin evaluación ni control, la máquina universitaria se oxida y cronifica el sálvese quien pueda. Y mientras se hunde este Titanic, la única música que se oye habla de un problema de financiación. Mientras se profundiza el abismo entre los que trabajan y los que firman el trabajo de otros, se hacen rimas con palabras vacías como excelencia y mérito.
Si el régimen del 78 ha creado en el ámbito político una casta más preocupada por atender sus intereses particulares que por representar a las mayorías, en la universidad el cortoplacismo, la autopreservación y la dualidad han creado una estructura autoreferencial, ineficiente e injusta que bloquea el potencial de un país joven y formado. El problema de la universidad, pues, no es la crisis. Lo que falta no es dinero, y menos en un país que debe emprender un replanteamiento de su modelo productivo y su estructura formativa. Lo que falta es respeto, mérito, capacidad de innovación y luz y taquígrafos sobre unos métodos y procesos que están viciados. El debate es importante porque no nos jugamos solo las condiciones de trabajo actuales de unos cuantos investigadores. Nos jugamos el sistema de producción y reproducción del conocimiento en la formación superior. Nos jugamos el tejido productivo e intelectual del futuro. Nos jugamos, en realidad, el futuro.

Gemma Galdon Clavell es doctora en Políticas Públicas.

    http://ccaa.elpais.com/ccaa/2014/11/21/catalunya/1416598345_378000.html, 24/11/2014.