ACADEMICUS



UN PUENTE ENTRE EL MUNDO ACADÉMICO Y UNIVERSITARIO Y LA SOCIEDAD.


viernes, 29 de julio de 2011

FURIA EN LA PENUMBRA POR ENRIQUE PINTI






Están ahí, agazapados en la penumbra, interrumpiendo nuestro placer, metiéndose inoportunamente en tramas dramáticas o divertidas, en viajes espaciales en tercera dimensión, en diálogos de Ingmar Bergman o Woody Allen y en algún hermoso tango de Gardel. Están ahí llegando tarde, tropezando, riendo a destiempo, conversando de pavadas como si estuvieran en el living de su casa y masticando ruidosamente pochoclo, panchos o crocantes papas fritas. Y uno se pregunta: ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Nada, compré una entrada de cine y tengo la pretensión de ver eso que me propuse ver para entretenerme, divertirme, emocionarme o dormir plácidamente en el hipotético caso de que sea un plomazo. Pero ellos viven en otro mundo, en otra galaxia. Creen que están solos, en sus casas, bajando por Internet alguna película y compartiendo con amigos, familiares y mascotas una velada que incluye pizza, comida china o empanadas y vino. Ahí, en esa party privada, comentan la película, acotan, contestan los diálogos, se solazan reflexionando en voz alta acerca de efectos especiales o del modo en que se les notan las cirugías a las actrices con esto del HD. O pidiendo que paren la proyección porque necesitan desahogar sus vejigas y traer más cerveza. Todo lo cual está perfecto para veladas privadas, pero cuando se intenta hacer lo mismo en una sala cinematográfica la cosa se convierte en un acto agresivo de muy mala educación. Son pequeños actos de desprecio por el otro que no revisten mayor importancia en términos vitales (no se trata de cosas hechas con premeditación y alevosía ni entrañan peligro físico para el semejante, no producen la muerte de nadie y, por lo tanto, no pueden calificarse como delitos, crímenes y pecados. Muchas veces, ni siquiera como contravenciones). Simplemente son errores de conducta que molestan sólo a los locos que no vamos a cines y teatros a matar el tiempo, sino a tratar de gozar, sufrir y a veces a reflexionar acerca de nuestra naturaleza. Somos esos dinosaurios para los que una sala de cine, grande o pequeña, lujosa o modesta, es un lugar elegido libremente para ver algo que puede gustarnos mucho, poco o nada. Pero que en cualquier caso queremos tener la mínima tranquilidad como para poder evaluarlo.

Otras personas, en cambio, entran al cine para refugiarse de la lluvia, gozar de la refrigeración en bochornosas jornadas veraniegas, hacer arrumacos con su pareja o descansar entre compra y compra en algún shopping. De esos nada bueno puede esperarse. Probablemente ronquen ruidosamente, lo cual ya es bastante molesto, pero será preferible a soportar a los que han hecho del cine un lugar para comer. ¡Qué lejos están aquellos tiempos de mi infancia donde el máximo exceso gastronómico eran los caramelos! ¡O, como una orgía pantagruélica, los helados que comprábamos en los intervalos entre película y película (en aquellas maratones de los triples programas de las salas de barrio), que devorábamos en ese momento, con las luces encendidas, para que al comienzo del film ya estuvieran en nuestro estómago! En las últimas décadas han proliferado las franquicias de gaseosas, helados, golosinas, pizza, panchos con ketchup y mostaza, papas fritas y café, que parecen ser el objetivo mayor del evento. Las colas frente a los mostradores son tanto o más largas que las de la boletería. Tras demorarse en elegir, pagar, reclamar por promociones que no son válidas ese día y otros comentarios, sus integrantes llegan a la sala con varios minutos de retraso, justo cuando los estúpidos puntuales que comemos antes o después de la función estamos tratando de entender de qué va la peli. Y, claro, como ellos no pueden ver bien porque las luces se han apagado, tropiezan desparramando pochoclo y gaseosas. Cuando no logran que alguna porción de pizza se estrelle como una escarapela en nuestras solapas.

Luego siguen el scrunch, scrunch de la masticación y las tentaciones de risa aunque estén proyectando una tragedia griega.

Al final, la retirada rápida pisando nuestros pies y no dejándonos leer los créditos finales a los que todavía vamos al cine a tragar algo diferente del pochoclo. No puedo callármelo: los odio.

Domingo 24 de julio de 2011 | Publicado en edición impresa Revista LN.

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