ACADEMICUS



UN PUENTE ENTRE EL MUNDO ACADÉMICO Y UNIVERSITARIO Y LA SOCIEDAD.


martes, 27 de septiembre de 2011

CRITICA: EL TEJIDO CONJUNTIVO DE LA NACIÓN por JOSEP RAMONEDA 24/09/2011 para Babelia diario El País de Madrid.


MARC FUMAROLI (1932)escritor, historiador, miembro de la Academia Francesa.

"La diplomacia del ingenio. De Montaigne a La Fontaine" por Marc Fumaroli Traducción de Caridad Martínez
Acantilado. Barcelona, 2011
704 páginas. 39 euros





En la Francia clásica, en la época de los últimos Valois y de los primeros Borbones, la literatura crea los rasgos distintivos de la nación francesa. Ni la poesía, ni el teatro, ni la novela, ni la elocuencia sagrada tienen un papel determinante en este momento cultural constituyente. Es la hora del ensayo, de las memorias, de los discursos, de las fábulas y de los cuentos. "La prosa pasó a ser a la vez asunto de Estado y vínculo social: el tejido conjuntivo de la nación francesa". Así puede sintetizarse La diplomacia del ingenio de Marc Fumaroli. Un libro clásico en los estudios literarios franceses, publicado en los años noventa, que ahora Acantilado recupera en español.

Marc Fumaroli es uno de los más reconocidos especialistas del siglo XVII francés. El libro reúne 16 ensayos publicados a lo largo de los últimos treinta años, dedicados a los grandes protagonistas de la eclosión de lo que sería el modo francés de entender el mundo. Los ensayos de Montaigne, las memorias del cardenal de Retz, el Discurso de Descartes, los cuentos de Perrault o las fábulas de La Fontaine son hitos destacados en la construcción cultural de la nación. No es que Fumaroli considere a Molière, a Racine o a Bossuet, ajenos al espíritu francés. Simplemente, cree que la verdadera singularidad de la cultura francesa en su dimensión más política y pública está en la prosa del racionalismo filosófico, del moralismo de las fábulas y de las sentencias, del pensamiento crítico de los ensayos. Si a Italia le pierde la estética, si Alemania está atrapada por el espíritu metafísico y trascendental, Francia es el lugar de la verdad y del racionalismo crítico.

Este triunfo de la prosa es, para Fumaroli, "una excepción francesa". Por aquellos tiempos, el estilo nacional francés se definiría "en fuerte antítesis con España". El resultado fue "el triunfo de una prosa sin afectación de arte" que "aún perdura". "Mesura, deber, ironía" definen la búsqueda incesante que preside los Ensayos de Montaigne y que Fumaroli considera el fundamento de l'esprit francés. Un espíritu que desconoce los ramalazos del ingenio español y se muestra pegado a la realidad y la experiencia. "De la inteligencia de su prosa", afirma Fumaroli, "pende el destino de los franceses".

Una pregunta se impone: ¿tiene sentido todavía hablar de cultura nacional? ¿Tiene sentido hablar del espíritu de una nación? Ciertamente podríamos decir, con Hegel, que hay rasgos distintivos en las maneras de hablar, de trabajar y de desear de los ciudadanos. La relación, los hábitos, la historia, la tradición impregnan y definen ideas recibidas comúnmente aceptadas. Cultura humana hay una, pero muchas decantaciones de ella. Felizmente las culturas puras no existen y es en la contaminación entre tradiciones distintas que se va formando el tejido cultural de la humanidad. Durante mucho tiempo la ecuación de una lengua, una cultura, una nación igual a un Estado ha impregnado la modernidad, pero hace años que empezó la desacralización de esta fórmula legitimadora de las políticas nacionales. Fumaroli no pone tanto el énfasis en la cultura como en los rasgos de la nación. La prosa no poética sería, en este sentido, el mecanismo que engarzaría cultura popular y cotidiana con alta cultura, ideas recibidas e ideas innovadoras, vida privada y vida pública, ciudadanía y política. De hecho, en la Francia republicana, la ciudadanía será una pieza esencial de esta ciceroniana cultura. Los Ensayos de Montaigne como tejido conjuntivo de la nación.


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lunes, 26 de septiembre de 2011

TRIBUNA: MARIO VARGAS LLOSA El Estado palestino EL PAIS DE MADRID 25/09/2011


El reconocimiento por la ONU es un acto de justicia con un pueblo cautivo. Se precisa una presión internacional para que los dirigentes israelíes salgan de su encastillamiento prepotente.
MARIO VARGAS LLOSA 25/09/2011

Cuál debería ser la posición de un amigo de Israel ante al pedido del presidente Mahmud Abbas de que la ONU reconozca a Palestina como un Estado de pleno derecho? Convendría antes definir qué entiendo por "amigo de Israel", ya que en esta definición caben actitudes distintas y contradictorias. A mi juicio, es amigo de Israel quien, reconociendo el derecho a la existencia de ese país -admirable por tantas razones- obra, en la medida de sus posibilidades, para que ese derecho sea reconocido por sus vecinos árabes e Israel, garantizado su presente y su futuro y pueda vivir en paz y armonía dentro de fronteras seguras e internacionalmente reconocidas.

En la actualidad, Israel se halla lejos de alcanzar semejante estabilidad y seguridad. Es verdad que vive un notable progreso económico, gracias a su desarrollo tecnológico y científico tan bien aprovechado por la industria, y que su poderío militar supera con creces el de sus vecinos. Pero tanto en el interior como en el exterior la sociedad israelí experimenta una crisis profunda, como se vio hace poco en sus principales ciudades con las formidables demostraciones de sus indignados, que manifestaban su hartazgo con los sacrificios y limitaciones de todo orden que impone a la sociedad civil el estado crónico de guerra larvada en que se eterniza su existencia y el deterioro de su imagen internacional que, probablemente, nunca se ha visto tan dañada como en nuestros días.

El antisemitismo no explica este desprestigio como quisieran algunos extremistas, que divisan detrás de toda crítica a la política del Gobierno de Benjamín Netanyahu el prejuicio racista. Este no ha desaparecido, por supuesto, porque forma parte de la estupidez humana -el odio hacia el otro que se encarniza contra el negro, el árabe, el amarillo, el gitano, el indio, el cholo, el homosexual, etcétera-, pero la realidad es que, en nuestros días, Israel ha perdido aquella superioridad moral que la opinión pública del mundo entero le reconocía, cuando la imposibilidad de un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes parecía sobre todo culpa de aquellos, por su intolerancia a reconocer el derecho de Israel a la existencia y su justificación del terrorismo. Ahora, la impresión reinante y justificada es que aquella intolerancia ha cambiado de campo y el obstáculo mayor para que se reanuden las negociaciones de paz con los palestinos es el propio Gobierno de Netanyahu y su descarado apoyo político, militar y económico al movimiento de los colonos que sigue extendiéndose por Cisjordania y Jerusalén oriental y encogiendo como una piel de zapa el que sería territorio del futuro Estado palestino.

El avance y multiplicación de los asentamientos de colonos en territorio palestino, tanto en Cisjordania como en Jerusalén Oriental, que no ha cesado en momento alguno -ni siquiera durante el período de cuarentena que dijo imponer el Gobierno-, hace que sean muy poco convincentes las declaraciones de los actuales dirigentes israelíes de que están dispuestos a aceptar una solución negociada del conflicto. ¿Cómo puede haber una negociación seria y equitativa al mismo tiempo que los colonos, armados hasta los dientes y protegidos por el Ejército, prosiguen imperturbables su conquista del Gran Israel?

En el último viaje del primer ministro israelí a Washington, Netanyahu se permitió desairar al presidente Obama, mandatario del país que ha sido el mejor aliado y defensor de Israel, al que subsidia anualmente con más de tres billones de dólares, porque Obama propuso que se reabrieran las negociaciones de paz bajo el principio de los dos Estados, en el que el palestino tendría las fronteras anteriores a la guerra de 1967, propuesta sensata, convalidada por la ONU y la opinión internacional, a la que en principio ambas partes se habían declarado dispuestas a aceptar como punto de partida de una negociación. El desaire de Netanyahu contó con el apoyo de un sector del Congreso estadounidense y de las corrientes más extremistas del lobby judío norteamericano, pero las encuestas mostraron de manera inequívoca que aquella actitud prepotente debilitó aún más la solidaridad con Israel de una parte importante de la opinión pública de los Estados Unidos, donde la primavera árabe ha sido recibida con simpatía, como un proceso democratizador en la región que debería, a la corta o a la larga, traer a Israel más beneficios que perjuicios.

Creo que a mediano o largo plazo el numantismo -convertir a Israel en un fortín militar inexpugnable, capaz de pulverizar en caso de amenaza a todo su entorno- y la sistemática destrucción de la sociedad palestina, desarticulándola, cuadriculándola con muros, barreras, inspecciones, expropiaciones y reduciendo cada vez más su espacio vital mediante el avance de las colonias de extremistas fanáticos empeñados en resucitar el Israel bíblico, son políticas suicidas, que ponen en peligro la supervivencia de Israel. Por lo pronto, esas políticas solo han servido para multiplicar la tensión y crear un clima en el que en cualquier momento podría estallar una nueva Intifada. Y, por supuesto, un nuevo conflicto bélico en una región donde, demás está decirlo, la causa palestina tiene un respaldo unánime. Por otro lado, una de las consecuencias más lamentables de estas políticas es que lo mejor que tenía Israel para mostrar al mundo -su sistema democrático- ha perdido su carácter modélico, al ser poco menos que expropiado por coaliciones de ultranacionalistas que, como las que sostuvieron a Sharon y sostienen ahora a Netanyahu, han ido introduciendo reformas y exclusiones que limitan y discriminan cada vez más la libertad y los derechos de los árabes israelíes (casi un millón de personas), convertidos hoy en día en ciudadanos de segunda clase.

Creo que desde el gran fracaso de las negociaciones de Camp David y Taba del año 2000-2001, auspiciadas por el presidente Clinton, en las que Arafat cometió la insensatez de negarse a aceptar una propuesta en la que Israel reconocía el 95% de los territorios de la orilla occidental del Jordán y la franja de Gaza y que los palestinos participaran en la administración y gobierno de Jerusalén Oriental, la sociedad israelí ha tenido un proceso de radicalización derechista. El campo de los partidarios de la moderación, la negociación y la paz se ha reducido hasta la inoperancia política. Ese campo fue muy fuerte e influyente y gracias a él fueron posibles los acuerdos de Oslo, que tantas esperanzas despertaron. Eso, en nuestros días, ha quedado tan atrás que, pese a haber pasado tan pocos años, parece la prehistoria.

Y, sin embargo, pese a todo, creo que hay que volver a ese camino, pues, si se persevera en el actual, no habrá solución alguna sino más guerra, violencia, sufrimiento, en Palestina, Israel y todo el Oriente Próximo. Para ello, es indispensable una presión internacional que induzca a los dirigentes israelíes a salir de su encastillamiento prepotente y los convenza de que la única solución real saldrá no de la fuerza militar sino de una negociación seria, con concesiones recíprocas.

El reconocimiento del Estado palestino por las Naciones Unidas es un acto de justicia con un pueblo cautivo en su propio país que vive una servidumbre colonial intolerable en el siglo XXI. Reconocer este hecho no implica justificar a las organizaciones terroristas ni a los fanáticos de Hamás que se niegan a reconocer el derecho a la existencia de Israel, sino enviar un mensaje de aliento a la gran mayoría de los palestinos que rechazan la violencia y aspiran solo a trabajar y vivir en paz, como los indignados israelíes. Aunque representan ahora solo una minoría, muchos ciudadanos de Israel están lejos de solidarizarse con las políticas extremistas de su Gobierno y luchan por la causa de la paz. Los verdaderos amigos de Israel debemos aliarnos con ellos, en su difícil resistencia, porque son ellos quienes advierten con lucidez y realismo que las políticas belicistas, intolerantes, represivas y de apoyo a la expansión de los asentamientos de Benjamin Netanyahu tendrán consecuencias catastróficas para el futuro de Israel.

La primavera árabe crea un contexto histórico y social que debería servir para facilitar una solución negociada bajo el principio de los dos Estados que ambas partes, en principio, dicen aceptar. Pero hay que poner en marcha esa negociación cuanto antes, para evitar que los extremistas de ambos bandos precipiten hechos de violencia que la posterguen una vez más. Podría no haber otra oportunidad.


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CRÍTICA: LIBROS / ENSAYO Feliz encuentro de dos genios LUIS FERNANDO MORENO CLAROS BABELIA-EL PAIS DE ESPAÑA 24/09/2011



La amistad entre Goethe y Schiller fue tal vez una de las más proverbiales y fecundas de la historia de la literatura. A Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), el célebre autor de Las penas del joven Werther y genio reconocido de las letras alemanas desde su juventud, le costó trabar conocimiento con otro genio incipiente: Johann Christoph Friedrich Schiller (1759-1805), diez años menor que él, y asimismo famoso por su sorprendente tragedia primeriza Los bandidos. Tampoco a Schiller le agradaba la actitud prepotente del "olímpico Goethe", pues le parecía orgulloso y distante. Sin embargo, sucedió lo que parecía imposible: aquellos dos hombres se hicieron amigos. Dejaron atrás sus temores y, superando celos literarios y diferencias de carácter, decidieron cooperar en pro del arte y del mutuo enriquecimiento personal.

Schiller afirmó que "ante la excelencia no cabe más que el amor", y así actúo con Goethe, que enseguida se sintió agasajado y correspondió como debía. La amistad de ambos se cimentó sobre las firmes columnas de la paridad y la confianza recíproca. Si de ellos uno se hubiese creído superior y hubiera hecho gala de necia vanidad, sin atender a los consejos del otro por considerarlo inferior en inteligencia, nada habría crecido entre ambos salvo espinas. Orgullosos de sí mismos y de su arte, cada uno a su manera, idiosincrásicos y distintos, supieron ser colaboradores y complementarios. "Cada uno de nosotros podía proporcionar al otro algo que le faltaba y recibir algo a cambio", diría Goethe; y cuando murió Schiller: "He perdido a un amigo y con él, la mitad de mi existencia".

El famoso biógrafo y filósofo alemán Rüdiger Safranski (1945) dedica este su último libro a detallar la historia de lo que Goethe calificó de "feliz acontecimiento", aquella amistad que comenzó en 1794 y que sólo concluiría con la muerte de Schiller. La obra es tan intensa e informativa como todas las de Safranski. Desde su primera biografía de E.T.A. Hoffmann (sin traducir al castellano) hasta sus libros sobre el Romanticismo y los que dedica a Schopenhauer, Heidegger, Nietzsche y Schiller (todos en Tusquets), Safranski ha desarrollado un estilo propio que podrá encantar al lector o saturarlo en ocasiones, ya que se basa en la acumulación de testimonios que sostienen una narración que avanza entre meandros; multiplica las citas literales, y lo mismo se explaya sobre un problema filosófico universal que sobre una anécdota particular. La información es desbordante y los detalles a veces obvian aspectos de carácter más general, por ejemplo, ¿cómo eran realmente las respectivas personalidades de Goethe y Schiller? El lector debe extraer esta información tan relevante a partir de los testimonios y las anécdotas, ensamblar un gran puzle con pequeñas piezas doradas.

Críticas aparte, lo cierto es que Safranski nos traslada con maestría a los míticos escenarios de Jena y Weimar, cenáculos por antonomasia de los "clásicos alemanes" (Herder, Wieland, Goethe y Schiller), en una época áurea de las artes alemanas; Goethe oficia de sumo pontífice desde Weimar, Schiller vive en Jena pero termina trasladándose también a Weimar para estar más cerca del amigo. De la colaboración de ambos surgen obras magníficas: entre otras, Wallenstein y La doncella de Orleans de Schiller, o Wilhelm Meister y Hermann y Dorothea, de Goethe. Junto a los dos genios mayores aparecen otras tantas figuras tales como Fichte y Hölderlin, los hermanos Schlegel y los Humboldt, el duque Carlos Augusto o la señora Von Stein; sin olvidar a las esposas de los poetas protagonistas: la noble Karoline von Wolzogen, de Schiller, y la plebeya Christiane, amante de Goethe y más tarde su esposa, aunque siempre se mantuvo en la sombra. Son multitud de personajes, profusión de hechos e ideas que nacían y se desarrollaban en tiempos fértiles y salvajes para la literatura, la filosofía y la ciencia europeas. Y descollando sobre todo ello, las dos imponentes figuras de Goethe y Schiller: la naturaleza fogosa e incontinente, y la reflexión y el entusiasmo; ambos autores reviven de nuevo gracias a la innegable magia de Safranski.


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ENTREVISTA: RICARDO MUTI "Solo se muestran seguros los jóvenes y los estúpidos" JESÚS RUIZ MANTILLA EL PAIS DE MADRID 25/09/2011


El director de orquesta Riccardo Muti recibirá este año el Premio Príncipe de Asturias de las Artes.- SILVIA LELLI


Riccardo Muti (Nápoles, 1941) es, junto a Claudio Abbado, el director italiano vivo más prestigioso del mundo. Discípulo de Nino Rota, ha seguido la estela de grandes compatriotas suyos como Arturo Toscanini o Giulini. Su prestigio, aparte de a ser responsable de La Scala de Milán durante 19 años, le ha llevado a dirigir asiduamente las mejores orquestas del mundo, desde las filarmónicas de Berlín y Viena hasta otras de las que ha sido y es titular como la Sinfónica de Chicago.

También fue responsable del Maggio Musicale Fiorentino y ha acumulado éxitos con el repertorio italiano y francés -sobre todo- en el mundo de la ópera. Uno de los proyectos con los que más comprometido se siente es con la Joven Orquesta Cherubini, junto a la que recuperan repertorio de la escuela napolitana.


Entre los pinos, los tilos y los robles de los alrededores de Salzburgo, un napolitano como Riccardo Muti se siente extraño. Más si es verano y la temperatura no pasa de los 13 grados. A Muti lo que le gusta son otros árboles. Cree que existe la patria de los olivos y esa se halla en los contornos del Mediterráneo, donde él nació hace 70 años.

Pero para hacer gran música, aparte de venir de Italia, el país que fue cuna de la ópera, hay que hacer paradas en el norte. Y Salzburgo es una cita continua para él desde hace 40 años. Allí fue vecino de Herbert von Karajan. De él heredó a su mayordomo, Francesco, un originario de Asís que fue fiel al director hasta su último suspiro. "Él me dijo una vez que presentía que yo estaría cerca cuando se muriera, y no se equivocó. Cuando sufrió su infarto, me tocó hacerle el boca a boca", recuerda Francesco mientras esperamos a Muti en el salón de su casa. El mayordomo trabaja para él desde que Karajan muriera en 1989. De batuta en batuta.

Pero aparte de Salzburgo, Muti tiene otra cita obligatoria este año. Será Oviedo, cuando reciba el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Se lo han dado en reconocimiento a una carrera tan imponente como polémica. Ensalzado por su rigor en el gran repertorio de la ópera, Muti ha sido también denostado, odiado y acusado de autoritario en algunos momentos de su trayectoria. Sobre todo, tras su salida de La Scala de Milán, después de una ristra de enfrentamientos con los músicos, los políticos y otros responsables del teatro en una especie de trifulca "a la italiana", como define él.

Hoy vive alejado de intrigas, reconocido en uno de sus mejores momentos artísticos y volcado en la recuperación de un repertorio injustamente tratado como es el de los cimientos de la ópera napolitana. Ese trabajo le unirá al Teatro Real en lo que espera que sea una colaboración intensa en la etapa de Gerard Mortier. Consistirá en intercambiar títulos de óperas napolitanas en Madrid, donde en el siglo XVIII se representaban asiduamente de la mano de divos como los castratti Farinelli o Caffarelli en los reinados de Felipe V a Carlos III.

Trascendente y fieramente humano, Muti disfruta hablando de legendarios directores tanto como se muestra dispuesto a sacar los colores a Berlusconi en público poniendo a un teatro en pie para que le canten el 'Va pensiero' del Nabucco verdiano durante una representación. Es esa pieza en la que el coro exclama: "¡Oh mia patria, sì bella e perduta!". Eso es saber hacerse respetar.

Como napolitano, usted es un hombre del sur. Se me hace raro encontrarme con usted por esta Europa Central, a 13 grados en verano. Yo creo que en los países donde crecen olivos tenemos una manera de concebir las cosas muy parecida. Italia, España, Grecia, el norte de África, es un círculo mágico, que establece una diferencia de carácter, de temperamento. El Mediterráneo... Fue el centro de la cultura y la civilización en el mundo. El olivo es un árbol que une, proyecta una espiritualidad.

¿En qué sentido? En que compartimos una misma concepción de la vida y también un sentido de la muerte. Para nosotros, la muerte es la continuación de la vida, pero no en sentido católico. Para nosotros es un acontecimiento trágico, dramático, así la sentimos y la representamos, como cuando marchamos en procesión, es teatral. En la música y la literatura afrontamos el hecho de la muerte con unas percepciones violentas que vienen de nuestra naturaleza, pero también con dulzura. Cuando vamos a los museos y observamos los artistas mediterráneos y los del norte, nos diferencian la luz y las tinieblas. El día y la noche.

Tampoco es una tonta casualidad que viva usted en Salzburgo en la calle Karajan. Aquí, mi Francesco fue el mayordomo del maestro Karajan durante 30 años. Conmigo lleva 20 años. Es una casualidad. Yo llegué a Salzburgo en 1971, este año he cumplido 40 de colaboración con el festival, consecutivos. Todos los años. Yo tenía 30 y ahora he cumplido 70. Pensé que sería estupendo comprar una casa. Un día me mandaron unas flores por mi cumpleaños. Y por error se las dejaron a Karajan, que vivía a 400 metros de aquí, y Francesco me las trajo. Yo le pregunté si sabía de algún terreno y me mostró este. Era el destino. Por un ramo de flores equivocadas de dirección, yo encontré esta casa.

Mágico. Sí, un poco, es verdad.

Más con lo que admiraba usted a Karajan. Cierto. Fue quien me invitó a dirigir en Salzburgo. Me llamó por teléfono. Yo estaba en una ciudad de Carolina del Norte y recibo una llamada a las siete de la mañana. "¿Quién será?", me preguntaba. Y escuché: "Soy Karajan".

Y usted, firme. Le dije a mi mujer: "Es un estúpido gastándome una broma". Pero después me di cuenta de que efectivamente era él. Lo escuchó y me dijo que efectivamente era él. Yo le pregunté: "Maestro, ¿cómo se las ha arreglado para encontrarme?". Y él me respondió: "Si alguien quiere encontrar a una persona, la encuentra". Esto era un poco...

¿Aterrorizante...? Eso. Me preguntó: "¿Ha dirigido alguna vez Così fan tutte?". Le dije que no, que solo había hecho Las bodas de Fígaro. La última vez que se había representado en Salzburgo fue con Böhm y había sido el éxito más clamoroso del festival. ¡Para mí era un suicidio! Le dije: "¿Me deja pensármelo?". Y respondió: "¿Sí o no?". No tuve una relación muy fluida, me mantuve al margen de su círculo, no quería hacerle la corte, siempre quise mostrarme independiente. Pero cuando tuvo problemas grandes con la Filarmónica de Berlín, muchos le abandonaron, se alejaron de él, como cuando hieren al león. Fue entonces cuando me acerqué a él. Otros se fueron. Comencé una relación muy intensa en la que hablábamos no tanto de música, sino más bien de directores históricos: de Toscanini, de Furtwängler, pero conocía a otros como Antonio Guarnieri, por ejemplo.

Le veo ahí en una fotografía con Carlos Kleiber. ¿También tuvo una relación especial con él? Eran ustedes muy distintos. Sí, pero muy amigos. Él era un director encerrado en sí mismo, con gran pasión por la vida, pero atormentado. Tenía una alegría trascendente, que se notaba en su música. También fue un hombre muy crítico, sobre todo consigo mismo. Necesitaba amar y ser amado. Tampoco tenía mucha confianza en el ser humano. En esa foto intercambiamos las firmas, sobre mi imagen él puso la suya y yo la mía en él. Pero mírele, confiado, sonriente, porque sabía que yo sentía por él una gran admiración. Teníamos un sentido del humor no igual, pero fuerte. Yo napolitano y él berlinés, un tanto golfo.

¿Por qué Karajan adivinó que usted interpretaría tan bien a Mozart? Él supo que había dirigido Las bodas de Fígaro en Florencia. Se fijaba en el talento joven. Lo seguía. De él se dice que era egoísta, un dictador, pero a mí me ayudó.

Quizá Mozart, en esa diferencia que hablábamos entre el norte y el sur, puede que sea quien más puentes ha tendido en la música y la emoción para unir ambos mundos. Mozart era absolutamente universal. Puede ser seguido, comprendido y amado en cualquier lugar del mundo. Es el pan de la vida.

Fue tan adelantado que sorprendió a Lorenzo da Ponte cuando le dijo sobre 'Las bodas de Fígaro', la obra de Beaumarchais: "¿Usted cree que podríamos convertir esta comedia en un drama?". Ya entonces comprendía la transmutación de los géneros. Es incluso posmoderno. En ese sentido, también estaba fuera del tiempo. En el gusto y en la creación. Ambos afrontaban el problema de la vida. Eran hombres que hablaban sobre los hombres, no hombres que se dirigían a la divinidad. Son carnales, reflejan nuestras flaquezas, nuestras miserias, nuestros sueños, nuestros pecados, no como Beethoven, que era un moralista. Mozart nos comprende. Sus obras parten de una realidad: somos así, ¿quién se atreve a juzgarnos? Incluso a Don Giovanni. Ni él resulta odioso. Cuando acaba en el infierno, varios personajes quedan como perdidos sin su mal ejemplo.

Los contrastes nos definen. El bien contra el mal. La virtud contra el defecto. Un director de orquesta también se define en contraste con lo que no escucha en su justo término. ¿Cuáles deben ser sus cualidades? Lo primero es que debe hacer valer una autoridad, pero no en sentido dictatorial, sino de respeto ganado por la sabiduría. También un carisma, una capacidad de control sobre la orquesta que no debe imponerse, sino implantarse convenciendo. Es importante llegar. Antes de subirse al podio, la orquesta ya debe saber con quién trata.

Por eso es importante entrar bien el primer día, que se note cierta actitud. Así es. Todo esto debe existir sin descartar las cualidades naturales, una cierta capacidad de liderazgo, de guía. Se nace con eso. Y ante todo, una gran preparación. Robusta, sólida, no solo musical, también humanística. La orquesta debe saber esto. Tanto es así que los músicos de la Filarmónica de Viena solían decir: "Un director empieza a ser bueno a partir de los 60 años". La experiencia... Lo contrario a lo que ocurre hoy, que chavales de 20 años dirigen la Novena de Beethoven. No tienen formación para tales partituras.

Bueno, ustedes también dirigirían obras de ese calibre en su juventud... Yo dirigí por primera vez la Novena con 46 años. Había hecho todo. Pero hay obras, como Falstaff, de Verdi, por ejemplo, que no interpreté hasta los 47 o 48, no antes.

Cada cosa a su tiempo... Cierto, se puede dirigir a cualquier edad. Pero interpretar... Eso no, requiere una complejidad que se adquiere con la vida.

Después de su salida traumática de La Scala de Milán, ¿qué aprendió? Aquello no fue tan terrible como lo pintaron. Mis 19 años allá fueron maravillosos. Después se desató un conflicto político al que se apuntaron los sindicatos hasta degenerar en algo a la italiana.

Hasta el punto de que todo el mundo se puso en su contra. No, no; por ejemplo, recuerdo que al mes de salir de La Scala, regresé con la Filarmónica de Viena y fue un triunfo. Después fui a dirigir a Nueva York, y el primer violín me dijo: "Su pérdida es nuestra ganancia". El mundo musical jamás se lo explicó. Los periódicos confundieron tanto la situación que nadie se enteraba.

Pero aquello le dolería profundamente. Sí, sí, fue duro. Pero yo no soy un pelota, ni voy diciendo sí señor a nadie.

Eso seguro. No iba a aceptar ninguna componenda y me fui. Hoy es el día que recibo muchas cartas de músicos de La Scala en la que me piden que regrese.

¿Después de haberse unido para echarle? Sí, ya es demasiado tarde, ¿no?

Un poco hipócritas, ¿no le parece? Cierto. Mire este artículo en la prensa italiana (muestra un ejemplar de La Repubblica) que dice: "Querríamos volver a verle pronto de regreso sobre el podio de La Scala". Y que sería capaz de cambiar hasta el rock. Recoge también lo que decía Toscanini, que nuestro oficio es el más absurdo del mundo.

¿Sienten nostalgia? Eso parece. A mí, ¿qué me ha aportado la edad? Inseguridad. Cuando eres joven te sientes fuerte, convencido, seguro. Con la edad...

Eso nos pasa a todos. Cuanto más avanzamos, más dudas surgen.

Pero la duda es creativa. Para un artista es la vida. Solo se muestran seguros los jóvenes y los estúpidos.

A propósito... Eso nos lleva a la bronca que le echó este verano usted a Berlusconi en público. ¿Cómo fue? Tenemos estos problemas con el presupuesto de la cultura. Siempre lo he combatido. Me siento muy italiano y muy europeo en esto. Veo con preocupación que estamos perdiendo nuestra identidad cultural, y eso será la gran tragedia final para nosotros. Cuando interpreté Nabucco, la gente me pidió un bis en el coro del 'Va pensiero'. Para un italiano es un himno y un símbolo, incluso para quienes no saben de dónde viene, esa música es Italia. Sentí cuando el coro entonaba la frase: "Oh mi patria, tan bella como perdida", percibí una emoción extraña, como si realmente expresaran una verdad profunda.

¿Más que otras veces? Mucho más. La gente pedía bis y yo no suelo darlos. En casos como el 'Va pensiero' siempre lo piden y me parece rutinario. Pero esta vez decidí dirigirme al público. Y dije: "He percibido una extraña e insólita emoción. No quisiera que esta noche, este coro, en vez de ser un símbolo, se convierta en un llanto por una nación verdaderamente perdida considerando todo lo que se está haciendo contra la cultura. La única posibilidad para que no ocurra esto es que yo lo repita, pero para que todo el mundo lo cante". Fue emocionante. Todo el teatro cantó.

¿Berlusconi también? No sé. Pero lo que tuvo todo esto fue una gran repercusión en Italia. Hasta el punto de que Tremonti, el ministro de Economía, me citó y le dije lo que pensaba: que no es posible que se deje morir la cultura en nuestro país mientras en China existen 30 millones de pianistas y 15 millones de violinistas. Que China se convierta en una referencia y domine la cultura europea mientras nosotros no conocemos la suya. Así jugamos en desventaja y las generaciones del futuro quedan en sus manos. A través de la cultura dominas.

Eso ya lo han demostrado el Imperio Romano y Hollywood. Ciertamente. Y no puede dejarse en manos de un sistema cerrado. En una dictadura, lo primero que se controla es a los poetas, los artistas. Porque los artistas son una bomba de relojería. La mente no se puede controlar. Tremonti lo comprendió. Después me encontré a Berlusconi y me dijo: "Vamos a examinar el problema". Yo le contesté que así no avanzaríamos porque lo que Tremonti me había dicho es que lo resolvería. Esa noche se firmó el decreto que salvaba la situación. Pero no es suficiente. Existe otro: el de la educación, y eso nos afecta a casi todos en Europa. No se resuelve el asunto dando dinero, sino en las escuelas. Los niños deben ser conscientes desde muy pronto de haber nacido en países con una gran historia, en España, en Italia, en Francia, y sobre esa base construiremos la civilización de mañana. No podemos resignarnos a una ciudadanía que ignora su pasado, su herencia, y sucumbe a la superficialidad, donde no se dedica un minuto al pensamiento, a la palabra, al afecto. Yo no digo esto ahora que tengo 70 años, siempre lo he mantenido, antes lo decía con más firmeza.

Pero eso es porque era joven y seguro de sí mismo... Claro, ahora empiezo a dudar hasta de esto.

No creo, porque en esto coincide usted hasta con quien decían que era su enemigo de siempre: Claudio Abbado. No es cierto. Es otra historia. Larga, larga.

Clarifiquemos. Ya lo hemos hecho, pero insisto. Cuando entré a estudiar en Milán en el conservatorio, Abbado ya había comenzado su carrera. Nos llevamos nueve años. No éramos amigos. Nos encontrábamos de vez en cuando. Él se convirtió en director de La Scala, y yo, del Maggio Musicale Fiorentino. Ahí ciertos sectores comenzaron a sembrar una rivalidad.

Como en el fútbol. Como si fuéramos el Inter y el Milan, pero no ha sido así entre nosotros. Tenemos una relación duradera. Nunca hemos mantenido desencuentros. Ya somos mayores, deberíamos acabar con estas tonterías. Pero es verdad que, como usted dice, en la música a veces se inventan esas rivalidades parecidas a las deportivas, de hincha.

Y esa colaboración que va a emprender en Madrid, ¿de qué se trata? Empezamos con I due figaro, una partitura de Mercadante que se halló en Madrid.

Con respecto a la ópera napolitana, la relación con Madrid fue intensísima con figuras como Farinelli, el 'castratto' que vivió 20 años allí e introdujo en el reino a los mejores del género. Pero hoy es el día que no tiene una estatua ni una calle, ¿qué le parece? ¿Ah sí? Seguro que le harán justicia. La idea del Teatro Real de dar continuidad allí al Festival de Pentecostés tiene más lógica incluso que si se hace en Salzburgo. Durante cinco años hemos hecho en Austria música napolitana, pero donde realmente tiene lógica es en Madrid. Esa relación entre ambos lugares fue impresionante, ahí está el humus natural. Encontraremos más títulos. Cosas que hizo Farinelli y otro castratto, Caffarelli. Deberíamos hacer este reconocimiento.

Aunque eran completamente distintos. Sí, Farinelli, una gran persona, merece un busto, una estatua, y Caffarelli, insoportable, tremendo. Cuando se retiró este último, se hizo una casa en Nápoles en la que escribió: "Así como Anfión construyó Tebas, yo he edificado este palacio". Y alguien añadió debajo: "Él con un par y tú sin nada". Genial, ¿no?

El caso es ir a la raíz de un género que ha sido muy poco reconocido. Mozart encontraba Nápoles como su gran inspiración, más que la ópera veneciana. Aunque aquella ciudad se llevara toda la gloria de haberla creado. Esto es una gran injusticia y una confusión tremenda. Cuando Mozart viajó a Italia, su destino era Nápoles. Él sabía que allí se encontraba el fundamento de la música europea. En el último siglo, las óperas de repertorio que se representan más son 30. ¿De dónde vienen? El mundo de Bellini, Donizetti y Rossini, sin la escuela napolitana no existiría, y detrás, el resto. También Haydn, Schubert, por supuesto Mozart, beben de ahí.

Se le ve contento. Bastante.

¿Disfruta de la vida y de la música? Sí, sí, de la vida sí. La música es un tormento. El horizonte es muy lejano. Nunca llegas. La perfección es imposible, el problema es que la verdad no se alcanza.

¿Uno empieza a dejar de ser joven cuando comprende eso? ¿Cuando en vez de buscar la perfección se conforma con una verdad? La verdad no existe tampoco. Se van construyendo certezas, unas encima de otras, juntos, pero nunca solos. Escucho discos de hace 20 o 30 años y no sé dónde está la respuesta más auténtica a lo que he hecho. ¿Cuál me refleja mejor, más fielmente? No lo sé. Tampoco importa. Somos personas finitas, no infinitas.

¿Es esa su idea de la trascendencia? ¿En qué cree? Creo, pero no en un sentido católico. Creo en que cada uno de nosotros tenemos una energía divina y que al morir regresa al universo para poder formar parte de otras cosas. Esa energía no muere nunca y será eterna, esta es nuestra eternidad. Pero tampoco estoy seguro de esto. Como dice Macbeth: "Quien ha muerto no resucita". Nadie ha regresado del otro lado. Cuando dirijo un Réquiem de Verdi o Mozart siento una trascendencia. No puedo hacerlo sin creer. Si no lo siento, ¿para qué lo hago? Cuando hablamos reflejamos esa espiritualidad. ¿Por qué al morir nos volvemos pesados como el mármol y nos despedimos de nuestra ligereza? De repente, nos transformamos en piedras. ¿Por qué? Porque hemos liberado el hálito divino y este vuelve al universo. Son estas cosas las que me hacen pensar. La creatividad no son dos y dos son cuatro. Es otra cosa.





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CRÍTICA: LA ZONA FANTASMA: EL FIN DE UN IDILIO por JAVIER MARÌAS para EL PAIS DE MADRID 25/9/2011


Son tantas las librerías que he visitado a lo largo de mi vida, en diferentes países, que me he encontrado en ellas con toda clase de individuos, a menudo pintorescos o excéntricos, sobre todo en las de viejo, lance, anticuario o segunda mano. Lo que nunca me había ocurrido, hasta el pasado agosto, es que me echaran de uno de estos establecimientos por mí tan queridos.

Durante mis años en Inglaterra conocí a numerosos libreros extravagantes o maniáticos, y de algunos he hablado en otras ocasiones. Recuerdo a una mujer que solía viajar de feria en feria -de esas que se celebran en vestíbulos de hoteles o en claustros de iglesias-, con su preciado cargamento selecto. Tanto apego le tenía que se debatía entre su necesidad de venderlo, para ganarse la vida, y su aversión a desprenderse de él. Era como si quisiera poner impedimentos a los compradores que por otra parte le resultaban vitales, de manera que, antes de separarse de algún volumen, interrogaba a fondo al cliente sobre sus conocimientos del autor por el que se interesaba. Y, si veía que eran escasos o su interés espúreo (sí, yo escribo "espúreo", como Galdós y otros; me da igual lo que diga el DRAE), si percibía un ánimo especulativo, iba subiendo el precio sobre la marcha, una vez y otra, hasta disuadir al pretendiente. Más delirante era el dueño -un hombre elegante- de una librería sin mota de polvo y llena de grandes tesoros (ediciones firmadas por Sterne o Dickens o Henry James, rarezas bibliográficas descomunales). Cada vez que uno inquiría el precio de alguna joya, respondía invariablemente: "Ah, ese volumen no está en venta". Cuando le pregunté, desesperado, exactamente cuáles estaban en venta, para así acabar antes, me respondió ofendido: "Oh, la mayoría, la mayoría, ¿usted qué cree? No voy a atentar contra mi negocio". Pero, al intentarlo de nuevo con dos o tres ejemplares más, me decía: "Está visto que hoy no es su día de suerte. Ese tampoco está en venta". Supe luego por un amigo de Oxford que el hombre era un impostor: un coleccionista que había adquirido un local y fingía ser librero porque, tras hacerse con una magnífica y costosa biblioteca, no soportaba que nadie se la admirara, envidiara y codiciara. Su mayor disfrute era ver cómo sus ingenuos clientes anhelaban sus posesiones, para dejarlos siempre con un palmo de narices.

La librería de este agosto no era anticuaria, sino normal, y está en la calle Kohlmarkt de Viena. Aunque no leo alemán, no me sé resistir a entrar en esos locales. Quería ver si se había publicado algo nuevo de o sobre el austriaco Thomas Bernhard, uno de mis autores favoritos, y hacerme, si lo encontraba, con un DVD de entrevistas con él -una rodada en Madrid, otra en Palma-, para verlo y oírlo hablar, aunque no fuera a entender lo que decía. Me constaba que se vendía sólo en librerías. El dueño era un individuo que en seguida me recordó a Monóstatos, como era adecuado en Viena. Monóstatos (disculpe quien lo recuerde) es un personaje secundario de la ópera de Mozart La flauta mágica, quizá el más malvado y grotesco. Se lo suele representar calvo y torvo, y es el carcelero de la heroína, Pamina, a la que mantiene cautiva y desea callada e inútilmente. Este librero era completamente calvo, torvo y con larga barba, y parecía el carcelero de su propia tienda. Le pregunté si hablaba inglés. Respondió altanero: "¡Por supuesto!" (lo hablaba, pero mal, por cierto). Inicié mi segunda pregunta: "¿Tiene usted por casualidad un DVD ...?" No me dejó terminar, y con desprecio me soltó: "Aquí no vendemos DVDs. Sólo libros". "Ya, pero es que iba a preguntarle por un DVD de un escritor ..." Me volvió a cortar en seco y con malos modos: "Ya le he dicho. ¡No DVDs! Sólo vendemos libros". No pude reprimirme: "Dudo que vendan ninguno, si ni siquiera deja terminar sus preguntas a los clientes". Busqué los libros de Bernhard y saqué un volumen que me llamó la atención, del estante. Estaba retractilado, así que ni siquiera lo hojeé, miré sólo la contraportada. Se acercó feroz, devolvió el libro a su sitio y me abroncó: "¡No coja nada! ¡Pregúnteme a mí antes!". No daba crédito: "¿Es que aquí no se pueden mirar los libros?" "¡No, no se puede! ¡Me pregunta a mí antes de tocar ninguno!", respondió colérico. La primera librería del mundo en la que no se permitía echar un vistazo. No era posible, me pregunté si le había caído yo fatal por algún motivo. "Pero, ¿a usted qué le pasa?", no pude por menos de decirle. "¡No! ¿Qué le pasa a usted?", me contestó al borde de la apoplejía, y en seguida añadió: "¡Mejor se marcha! ¡Márchese, márchese, márchese!" Y me señaló la salida con su rígido dedo monostático. Aunque lo vi muy histérico, no estaba por largarme sin más (soy combativo), pero Carme, mi acompañante estupefacta, me convenció de dejarlo correr. Así que cogimos la puerta y me despedí con un sarcástico: "Ha sido usted muy amable". Monóstatos le había tomado gusto a repetir mis palabras, porque absurdamente me respondió: "¡No, usted ha sido muy amable!"

Remoloneé ante su escaparate, dudando si entrar de nuevo y preguntarle -como exigía- por todos y cada uno de sus intocables libros, y hacerle así perder la tarde, además de sacarlo aún más de quicio. Lo dejé estar. Pero para mí fue un día de luto: a partir de esa fecha sufro el insólito agravio de haber sido expulsado de una librería. No sólo me permiten ganarme la vida, vendiendo lo que escribo (y me he dejado una fortuna en ellas), sino que tal vez sean los lugares del mundo que más venero. El librero vienés Monóstatos me ha arrojado un baldón y ha terminado con mi inacabable idilio con esos establecimientos, en los que me había sentido tan a gusto siempre.


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